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sábado, 22 de octubre de 2022

Un cuento x semana #2: Brushing

El cajero automático del Banco Santander Río de la Av. Santa Fe y Scalabrini Ortiz de la ciudad de Buenos Aires, república Argentina, tiene dos puertas de entrada, ambas vidriadas. Solo una de ellas se mueve. La otra queda quieta, sosteniendo la trasparencia de las transacciones que se desarrollan allí. Cuenta con dos aparatos de última tecnología, una lectora magnética para que los usuarios pasen por allí su tarjeta y activen el ingreso y dos cámaras de video que registran los movimientos en su interior. Por un complicado entramado sindical que enfrentó durante meses a los trabajadores bancarios con los de la industria de la imagen y sonido solo quedaba funcionando una de las cámaras, que apuntaba a un cajero. La puerta de salida quedaba así desprovista de cobertura legal en caso de robos o incidentes, dado que no habría prueba material para sostener denuncias.

Nada de todo esto estaba en la mente de la Sra. Monterini cuando, apurada por la lluvia y el inminente cumpleaños de su sobrina nieta Mercedes, para quien no había comprado ningún regalo, entró al cajero a las 8:23 PM del sábado 5 de septiembre de 2011. La Sra. Monterini lucía un impecable tailleur color rosa pastel hecho a medida, una blusa de seda adquirida en Italia en uno de sus numerosos viajes y zapatos de una conocida casa de calzado para damas del barrio de Recoleta. De su bolso Hérmes original pendían unas borlas de cuero que había comprado recientemente como un adorno que pensó sería moderno y dentro del bolso sólo llevaba una agenda pocket, una billetera marca Lázaro y sus medicamentos, dado que a los 67 años la Sra. Monterini debía ya tomar pastillas para la hipertensión, la arritmia y los triglicéridos. Impecable, su atuendo e coronaba con un reciente brushing.

De las cuatro cuentas bancarias que poseía, había dos que eran corrientes en dólares y dos cajas de ahorros en pesos. De la última negociación de divorcio de la que había sido parte había heredado solamente una chequera para asuntos urgentes y algunos plazos fijos, pero sus cuentas se mantenían casi igual que en su época de soltera. Cuando logró deshacerse de su primer marido, él le heredó dos pisos en Av. Libertador que tenía en alquiler y un tiempo compartido en Saint Marteen, al que no solía ir porque prefería intercambiarlo con su hermana Carmen, que gustaba más de los climas caribeños. Si le consultaban específicamente, ella prefería la montaña con su aridez, lejos de las olas del mar y los peligros marinos que intuía diversos y todos igual de truculentos (mantas rayas, aguas vivas y tiburones). Las temporadas que había pasado en Punta Del Este con sus hijos pequeños daban fe de accidentes por el estilo y la alejaban de las costas.

Con cuatro tarjetas en su billetera, la Sra. Monterini usó la que primero encontró para pasar por el dispositivo magnético de la puerta del cajero, pero alterada como estaba por la invitación a último momento que su sobrina Pilar le había hecho para el cumpleaños de Mercedes, no se percató de que de las cuatro tarjetas que solía utilizar para transacciones bancarias, esa era la de la cuenta para la prepaga de los chicos y prefería mantenerla intacta hasta mediados de mes, para que se hicieran los débitos automáticos respectivos. Mientras maniobraba para encontrar la tarjeta correspondiente a sus gastos cotidianos, pensó que ya sería hora que sus hijos (de 25 y 32 años) tuvieran suficiente solvencia para pagarse su propia prepaga, pero descartó ese pensamiento por demasiado reflexivo para el accionar pragmático que estaba por acometer. En el momento que logró encontrar el plástico en la billetera escuchó la puerta del cajero abrirse.

Carla Sosa podía ser cualquier cosa menos despistada, pero esa semana, con el atraso de su menstruación bajo sospecha de embarazo y los tres paros consecutivos de transporte que había tenido que sortear para llegar de su casa al trabajo, podía permitirse algunas licencias. Ese fue el motivo por el que olvidó sacar plata a la mañana de su cajón de siempre para comprar la cena. Ese y la discusión con su actual novio sobre el futuro del bebé en caso de que el embarazo fuera un hecho consumado. Carla y Ramiro salían hacía apenas unos meses y él se las había apañado para lograr sortear la discusión del “qué somos” y “a dónde va esto” con una maestría digna de un prestidigitador callejero. Pero un bebé iba a ser imposible de surfear así que le puso los puntos a Carla de la forma menos políticamente correcta del mundo y tuvieron una discusión que la dejó atónita todo el día, al punto que no solo se olvidó de sacar dinero de su casa sino que también llegó tarde al trabajo y falló en varias de sus llamadas. Trabajar en un call center era para ella demasiada exigencia para un día como ese. En una jornada normal, atendía de 100 a 200 llamados de España, Colombia y Venezuela, lo que le daba tiempo para apenas dos breaks de 10 minutos para fumarse un cigarrillo, contactar con su único hijo y chequear que hubiera almorzado y hecho la tarea. Sabía que no era el mejor ambiente en el que estaba criando al Tito, solo en la gran ciudad, pero otra opción no le quedaba. Desde que había llegado del interior, embarazada de su padrastro, todos habían sido desafíos. Instalarse, parir, conseguir trabajo. Pero Carla no se detenía por nada ni nadie. Trabajaba seis horas y estudiaba otras seis. Tarde o temprano sería Licenciada en Administración de Empresas y podría progresar, mandar al Tito a una escuela privada, pagarle clases de inglés particular. Para cuando entró al cajero daban las 8:26 PM.

La Sra. Monterini efectuó su transacción con precisión quirúrgica. Retiró 12000 pesos de su caja más abultada, calculando gastar aproximadamente unos 5000 en el regalo de Mercedes y 2000 en el taxi que la llevaría de regreso a su casa. El resto estaría destinado a sus actividades dominicales: ir al shopping, comprarse alguna cosita, adquirir el libro que recomendaban en el suplemento cultural del diario que había leído esa mañana, almorzar leyéndolo y volver a su casa en taxi. A su lado Carla comenzaba a presionar botones. La Sra. Monterini sólo registró un perfume ácido y barato que venía del cajero contiguo al suyo y una sombra de pelo mal teñido con raíces y lógicamente sin ningún brushing. Cuando terminó, dio media vuelta y encaró para la puerta.

Allí sucedió algo extraño. El picaporte que solía ser fácilmente maniobrable estaba trabado y giraba en falso. Se podía mover pero eso no generaba ningún efecto sobre la pesada puerta de vidrio que lo sostenía. Tras intentar un par de veces de forma sutil, la Sra. Monterini hizo fuerza hacia adentro y hacia afuera, sin éxito. Su respiración comenzó a agitarse. A sus espaldas Carla efectuaba su transacción sin percibir la catástrofe que se avecinaba. Mientras tanto la Sra. Monterini profirió un pequeño gritito: “Está trabado”. Pero lo hizo para ella misma, dado que no tenía la más mínima intención de interactuar con nadie, apurada como estaba por el cumpleaños de Mercedes. El tiempo que tardó en repetir automática e infructuosamente la operación que debería abrir la puerta sin lograrlo fue el que le llevó a Carla realizar su transacción. Retiró 2500 pesos, mil para comprarse un Evatest, 1000 para la cena de esa noche (milanesas con puré) y 500 pesos para darle a Tito en el club al día siguiente. Ir al club era importante para él porque al ser hijo único necesitaba situaciones donde socializar, pensó Carla cuando calculó el monto para sacar y notó que además de la cuota del club gastaba unos dos mil pesos al mes en el asunto. En eso estaba cuando escuchó un gritito quieto, pero no le dio importancia.

Ni bien entendieron su situación compartida, Carla y la Sra. Monterini socializaron su desesperación y buscaron salidas a la crisis. Lo primero que hicieron fue golpear el vidrio y esperar que algún transeúnte se apiadara de su encierro, pero fue en vano. A nadie le interesaba la situación. Pensaron luego en llamar con sus teléfonos celulares a la atención al cliente de la empresa de cajeros, pero durante el día sábado solo atendía una operadora no humana que registraba hurtos o pérdidas. Luego optaron por comunicarse con el 911, que les informó que si no había riesgo de vida la operación tardaría de 45 minutos a una hora. La noche del sábado estaba arruinada. La Sra. Monterini nunca llegaría al cumpleaños de Mercedes y Carla debería confiar que su hijo se prepararía su propia cena. Ambas hicieron las correspondientes llamadas telefónicas para avisar sobre su situación y decidieron sentarse contra el vidrio de la puerta, de espaldas a la calle, a la espera de la llegada del móvil policial que habría de sacarlas de su penuria.

A la Sra. Monterini Carla le pareció lisa y llanamente “una grasa”, con su jean barato de liquidación, una campera viejísima y el perfume ácido que juraba para sus adentros no olvidaría nunca. A Carla la Sra. Monterini le pareció “una concheta” y eso fue todo. Se quedaron sentadas una al lado de la otra sin permitir que sus prejuicios las llevaran a socializar mucho más. Supieron de la vida de la otra lo que la otra dejó entrever en sus llamados. Sobrina, hijo, fiesta, club.

No habían pasado más de veinte minutos de espera por el patrullero de la emergencia cuando notaron que había un bulto que se movía en una esquina del cajero, tapado con diarios. Ninguna de las dos lo había percibido cuando llegó, mucho menos su movimiento que ambas habrían jurado inexistente hasta ese punto. Aterradas, ambas se acurrucaron sobre la otra en una esquina opuesta del cajero ¿Sería un perro? ¿Una rata gigante? No. Lo que vieron salir de ahí fue a Mirta Olmos, que había pasado los últimos 14 años de su vida viviendo en la calle y que logró, tras negociar drogas y prostitutas con el comisario de la zona, que la dejaran dormir en el cajero. Mientras que no molestara a los usuarios, le habían dicho.

Qué día raro, pensó Mirta, mientras se desperezó y contempló a las dos damiselas en apuros. La cámara que funcionaba daba al cajero y no a la puerta donde estaban las mujeres sentadas, presas del pánico.

Mirta salió de su cobertor de papel y harapos y miró fijo a ambas mujeres. Pensó que la vieja sería más dócil pero la joven más tierna. Miró la cámara que funcionaba y la que no. Calculó sus movimientos. Notó que el olor que emanaba fruncía las narices de ambas clientas, tiró una carcajada larga, mostrando la falta de dientes. Las mujeres comenzaron a gritar.

Luego de estrangularlas, Mirta las tomó de los pies y las llevó para su rincón. Las tapó con diarios y un colchón. Estaba exultante. Tendría comida por meses. A los treinta y dos minutos llegó el patrullero. El policía abrió la puerta con su tarjeta y no notó nada fuera de lo común. Había un perfume rancio y un bulto en el rincón.

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