Buscar este blog

sábado, 15 de octubre de 2022

Un cuento x semana #1: Viernes 19hs

El cartel en el ascensor estaba escrito en letras de molde con fibrón grueso y rojo pero Susana tuvo que ajustarse los anteojos para enfocar. Recién cuando lo leyó por tercera vez, lo creyó posible y sonrió. “Viernes 19hs: Reunión de consorcio por el fantasma”. Lo que no estaba especificado era dónde sería el cónclave, pero asumió que como todos esos tediosos episodios, se llevarían adelante en la casa de la rubia del tercero que tenía el living más grande del edificio y estaba decorado también a lo grande, casi como si quisiera habilitarlo para festejar cumpleaños de quince y casamientos. Era lunes. Susana intuyó que durante la semana el cartel sufriría algunas anotaciones risueñas dado lo exótico del anuncio y la edad del pavo de muchos de sus vecinos, que hacían del ascensor una sala de grafitis como si sus padres nunca les hubieran dicho que no había que escribir cada pared que veían a su paso. Esa cadena de razonamiento llevó a Susana directamente a pensar en su nieto, Francisco, que vivía en ese edificio pero que no le dirigía la palabra, y en cómo era cada vez más difícil comunicarse con las generaciones siguientes a la de ella. Acto seguido recordó que en la época que tenía la edad de Francisco no había habido ningún adulto preocupado por comunicarse con ella y dejó los pensamientos para más tarde, cuando volviera de hacer su caminata diaria de tres vueltas manzana.

La rubia del tercero se llamaba Ana María Demisópulos y tenía, como estimaba Susana, un gusto horrendo para la decoración de interiores. En su casa las cortinas salmón convivían con sillones de cuero anaranjados y almohadones de piel en animal print. A todo eso había que agregarle la cuota de brillo que daban los adornos patinados con betún de judea para imitar bronce que encandilaban al visitante y los chillidos de sus dos cachorros de la raza de moda. Digno exponente de Puerto Madero, la familia de Ana María había comprado varios departamentos para que se instalaran en ellos todos sus miembros. En el quinto vivía el hermano de Ana María, Josecito Demisópulos, con su cuñada Munchi. En el cuarto y sexto habitaban los dos hijos con sus parejas, Romina y Walter por un lado y Joaquín y Lola por otro. Los Demisópulos en pleno se juntaban cada domingo en el tercero, porque poseía el comedor más amplio.

Cuando vio el aviso, Ana María se sintió en primer lugar satisfecha por ver materializadas sus gestiones frente a la administración pero además muy inteligente por no haber dejado que los realizadores del cartel pusieran el domicilio de la reunión, dado que tenía pánico a que se le apareciera el fantasma en su casa. Era martes cuando vio el letrero y supuso que en los días siguientes habría de sufrir diferentes vandalismos por parte de las proto personas con las que compartía edificio y en especial de la vieja loca del segundo, que siempre se las apañaba para discutirle todo lo que podía en las reuniones de consorcio y había presentado especial oposición a que se hiciera una tertulia por el tema del espíritu, ya que a ella era a la que más había atacado y temía que tomara represalias contra su propiedad.

La vieja loca del segundo vio recién el cartel el miércoles. Esto le hizo suponer que el fantasma lo había visto antes que ella, lo que le generó inmediatamente una descompensación de azúcar en sangre que la llevó directo a la sala de emergencias. Rosario Aldomaya, como se llamaba, estaba más vieja de lo que ella misma quería admitir y por eso decidió hacerle caso a su profesor de yoga. “Hay que elegir las batallas”, le había dicho un joven atlético que la visitaba tres veces por semana en su piso.  Así fue que decidió que no iba a contradecir la iniciativa de sus vecinos pero en esta ocasión enviaría a una de sus empleadas a la reunión para que se la vieran con el fantasma, dado que ella guardaría reposo. Sabía además que todos se encargarían de endilgarle el espíritu a ella, ya que había enviudado recientemente. Esa terrible circunstancia sumada a sus reiteradas quejas por ruidos molestos que nadie más escuchaba eran óbice, decía, para que cayeran sobre su persona un cúmulo de insensatas acusaciones de brujería. Como buena católica, la Sra. Aldomaya no creía en apariciones ni nada ajeno a la gracia del Señor, pero sí había experimentado ciertas “presencias” desde que su marido había fallecido. Sus hijos y otros parientes habían considerado que era parte natural de su duelo hasta que vieron las grabaciones de la cámara de seguridad que les proporcionaron en el consorcio. En ellas se veía a Rosario en camisón corriendo con un palo de escoba hacia la nada por el pasillo del edificio, apagando un incendio inexistente con un matafuego en el deck de la pileta y rompiendo los espejos del palier con un martillo. Todos los incidentes habían sido endilgados a la endeble salud mental de la Sra. Aldomaya, hasta que varios miembros de la familia Demisópulos experimentaron extrañas coincidencias que comenzaron a relacionar con presencias espirituales.

Primero a todos se les había cortado el agua durante una semana, sin que esto afectara al resto de los vecinos. Luego habían aparecido rotas sus colecciones de vajilla fina y finalmente la caldera central había enloquecido y elevado su temperatura al máximo sólo en los departamentos de la familia, haciendo imposible caminar sobre la loza radiante sin calzado especial durante breves lapsos de 20 minutos todos los días. Los Demisópulos asumieron que había alguien o algo que estaba jugando con ellos y decidieron unir sus fuerzas con los dueños del resto de los departamentos del edificio, los Pérez Goitía, para echar de una vez a la vieja loca de Aldomaya, a presunción de su esquizofrenia reciente.

Los Pérez Goitía ocupaban los pisos primero, segundo y séptimo del inmueble. Tenían más dinero del que podían gastar en cinco generaciones así que como se llevaban a las patadas habían decidido ocupar cada uno de ellos un piso. En el primero vivía la madre, en el segundo el padre y en el séptimo los tres hijos adolescentes, al mando de un batallón de niñeras sobrecalificadas para el puesto que hacían las veces de psicólogas, nutricionistas y guías espirituales de los tres jóvenes que, abandonados a la suerte que da el dinero, crecían sin contención alguna y eran depositarios de todo tipo de prejuicios por parte de los vecinos que no eran  de su familia y del peor de los desapegos por parte de los vecinos que sí lo eran. Francisco, Ludmila y Jeremías vivían así una suerte de fantasía hollywoodense sin límites ni reglas que los llenaba de odio y resentimiento para con todo aquel que viviera una vida normal plagada de límites y reglas.

Cuando empezaron a suceder cosas extrañas en el complejo fueron los primeros sospechosos, hasta que las acusaciones comenzaron a cruzarse, dado que a ellos también los acosaba el espíritu maligno. Solo que en el caso de los retoños, lo maligno pasaba por benigno y las apariciones eran insólitas pero felices. El primer episodio fue la llegada a su departamento un sábado por la noche de una joven actriz de moda y diez de sus amigas, que aducían que habían sido contratadas para una fiesta privada. Luego comenzaron a aparecer de manera inexplicable fans en la puerta del edificio que pedían que los hermanos Perez Goitía las recibieran como si se tratara de estrellas de rock. Finalmente, estaban los desayunos. Todos los sábados, los hermanos se despertaban con olor a bizcochuelo recién hecho, producto de las bendiciones del fantasma que lograba que llegara a ellos, vía empresa de desayunos, un ejemplar diferente de los más ricos manjares de la pastelería. Cuando consultaban a la firma, el encargo se había hecho de forma anónima y el pago estaba cargado en la extensión internacional de la tarjeta Visa que nunca usaban. Tras reiterados pedidos de cancelación, la empresa seguía enviando sus productos porque aducía que ya estaban pagados por adelantado y temía una denuncia de defensa del consumidor. Los hermanos vieron el cartel de la reunión el jueves. Se consultaron si irían los tres o sólo alguno de ellos dado que la asistencia implicaba conversar con sus progenitores, a quienes hacía meses que no veían. Decidieron que irían los tres para apoyarse mutuamente en el caso de que hubiera algún altercado.

El viernes a las 19hs todos los propietarios se hicieron presentes en el departamento de Ana María Demisópulos. Su cuñada Munchi había conseguido un juego de Ouija que todos tomaron a risa. Los Pérez Goitia padre llevaron dos whiskys importados y los Pérez Goitia hijos unos macarons descongelados del conteiner de confitería fina que tenían en su freezer. De manera ágil se pasó de las palabras cordiales a los reclamos y las discusiones. Primero se expresó la necesidad de que la Sra. Aldomaya estuviera presente. Su empleada dijo que Rosario había sufrido una descompensación y necesitaba reposo. Se barajó la posibilidad de ir a hacer la reunión en su lecho pero se descartó por una moción de orden del Sr. Pérez Goitia, que adujo que había perdido a su madre unos meses atrás y que no podía acercarse mucho a mujeres convalecientes. Se enumeraron luego los últimos episodios relacionados con el espíritu. 1) La población de peces en la pileta. 2) El persistente olor a incienso en todos los palieres. 3) La insistencia del ascensor en parar solo en los pisos pares. 4) Las continúas apariciones de los bomberos sin que nadie los llamara. 5) La relocalización automática, aleatoria y arbitraria de los canales de la grilla del cable.

Susana vio como todo se desarrollaba sin emitir opinión. Pensaba que ese grupo de gente por un lado la conocía y por otro lado la ignoraba. Ella sabía también sus más íntimos secretos pero no conversaba con ninguno. Sentada en una punta de la sala, apoyada sobre lo que estimó un horrible espejo con marco dorado en el salón de fiesta del tercer piso, emitió un suspiro hondo de cansancio que culminó con un gritito seco. Solo su nieto Francisco por fin pareció escucharla, pues miró en su dirección.

-Ya está bien, abuela, me rindo –protestó al aire el mayor de los Pérez Goitia.

En el cotolengo Demisópulos se hizo un silencio sepulcral. El padre Pérez Goitia, recientemente huérfano de madre y sin hablarse con sus hijos por meses, rompió en llanto al escuchar a su primogénito nombrar a la difunta Susana.

-¿Qué decís, Francisco? –exclamó la madre Pérez Goitia, avergonzada por dos al  ver a su marido llorando  frente a casi desconocidos y a su hijo hablándole a la nada.

-El fantasma es la abuela, mamá, que nos extraña – dijo Francisco.

-¿Seguís tomando tu medicación vos? –preguntó la madre Pérez Goitia.

Francisco no respondió la pregunta y mientras su padre seguía llorando de forma desconsolada se abalanzó hacia el espejo. Ante la mirada atónita de todo el edificio agarró el marco patinado con betún de Judea y se lo puso bajo el brazo.

-Vamos –le dijo a sus  hermanos- nos mudamos esta misma semana a la casa de la abuela. Yo también la extraño.

No hay comentarios:

Publicar un comentario