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viernes, 21 de abril de 2023

Un cuento x semana #28: El Talentoso Sr. Rodrigo Rodríguez

Martín y yo nos habíamos conocido hacía más tiempo del que nos hubiera gustado admitir a ambos, pero lo tomábamos con humor y un poco de resignación hasta que una noche caímos en cuenta de que estábamos tan mayores que, en ese momento,  habíamos sido amigos más tiempo de nuestra vida del que no lo habíamos sido.
Ese era el tipo de razonamiento, intrincado y quizás demasiado nihilista, pero definitivamente amoroso, que solíamos tener las noches de verano en el patio que compartíamos, desde que decidió prestarme su altillo para que viviera allí luego de la separación con Santiago.
Martín creía que Santiago había hecho bien en dejarme, porque, decía, lo nuestro ya no daba para más. Aunque sospecho que le gustaba tenerme de perro guardián, de ama de llaves, de testigo de sus miserias cotidianas.
Fue una de esas noches de verano en las que compartíamos vino helado que recordamos cómo descubrimos que su ex novio era un estafador, al mejor estilo del Talentoso Sr. Ripley.
Rodrigo era el simulador más elegante y misterioso que rozó nuestras vidas, aunque quizás fuera el único. Rodeado siempre de gente de dinero, gente del ambiente, gente con “onda”, lo primero que llamaba la atención sobre él era cierta comodidad no neurótica, cierto saber estar, relajado, en todas las circunstancias. Un verdadero “bon vivant”.
Rodrigo decía haber nacido en una de esas urbanizaciones cerradas para gente de dinero que proliferaron en la Argentina de los 90’s y tener padres empresarios. También decía que había estudiado cine y que le interesaba la fotografía. Tenía, en efecto, un gusto refinado para todo lo relativo a lo artístico, lo bello, lo estético. Tenía, también, un talento especial en la elección de prendas, accesorios, relojes y detalles que lo convertían en un indiscutible ejemplar de esa elite que pululaba por la ciudad entre amas de casa, vagabundos y oficinistas.
Contaba también con un selecto grupo de amigos con dinero, lo que le daba más status todavía, al menos frente a nosotros, mediocres especímenes de clase media ilustrada, hijos de profesionales liberales, que se suelen obnubilar con esos círculos de élite a los que no pueden acceder. Uno tiende a pensar que la gente con dinero solo se relaciona entre sí y haber entrado a ese club de privilegiados hacía que Martín y yo nos encegueciéramos aún más.
Rodrigo Rodríguez tenía hasta un nombre simpático, risueño, cacofónico, que hacía casi imposible pensar que no fuera real. Porque, se asume con facilidad, si vas a inventar un nombre, no puede ser tan ridículamente malo. Su talento logró entonces convencernos de que tenía dinero, clase y hasta buen gusto mientras se pergeñaba el nombre falso más horrible de la historia universal. Cosas que hace el amor. O el dinero. O el amor al dinero. O viceversa.  
Así, Martín se enamoró de este sujeto, sexy por donde se lo mire, incluso si consideramos que todos aquellos fuera de la ley son más atractivos que los que acatan las normas, en cuestión de meses. El inconveniente fue que Rodrigo, de pronto, una vez consumado el asunto, comenzó a tener problemas con sus padres y empezó a vivir en la casa de Martín. Luego, otra vez de pronto, empezó a tener conflictos con su trabajo y empezó a vivir del dinero de Martín. Pasaban los meses y ninguno de sus asuntos se resolvía. Mi mejor amigo mantenía a un estafador en las narices de todos, a cambio de cierto status, algo de buena pinta y mucho glamour.
Hay que reconocerle que cocinaba bien, admito con cierta molestia. Y que hacía excelentes tragos, me contesta Martín en la noches en las que recordamos cómo fuimos presa del talentoso Sr. Rodrigo Rodríguez e intentamos no sentirnos tan imbéciles. También organizaba buenas fiestas, concordamos. Y seguimos bebiendo.  
Encima, para colmo de males, ni siquiera lo descubrimos nosotros, reímos ahora, en el patio, al son del vino blanco.
Fue tan simple como esto: un día Rodrigo Rodríguez comenzó a robar a mano limpia. Primero dinero, luego ropa, finalmente joyas.
Y otro día huyó.
Alguien llamó al teléfono de la urbanización donde decía vivir y nadie contestó, alguien llamó a su supuesto ex trabajo, alguien más llamó a alguien más y finalmente alguien llamó a la policía.
Rodrigo Rodríguez había desaparecido. Su talento, intacto.
Nosotros, pasmados, seguimos recordándolo en las noches de verano. También lo evoco cuando leo a Patricia Highsmith, cuando me piden que escriba un corto sobre estafas, cuando escucho la armónica de Hugo Díaz en la película Los falsificadores o me dicen que Shonda Rhimes le vendió a Netflix la historia de Anna Delvey, la rusa que se hizo pasar por multimillonaria en la alta sociedad neoyorkina, como su primera serie, por una obsenidad de dólares.
Hay algo sexy en los estafadores, hay algo siempre erótico en la mentira.

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