Martín y yo nos habíamos conocido hacía más
tiempo del que nos hubiera gustado admitir a ambos, pero lo tomábamos con humor
y un poco de resignación hasta que una noche caímos en cuenta de que estábamos
tan mayores que, en ese momento, habíamos sido amigos más tiempo de nuestra
vida del que no lo habíamos sido.
Ese era el tipo de razonamiento, intrincado
y quizás demasiado nihilista, pero definitivamente amoroso, que solíamos tener
las noches de verano en el patio que compartíamos, desde que decidió prestarme su
altillo para que viviera allí luego de la separación con Santiago.
Martín creía que Santiago había hecho bien
en dejarme, porque, decía, lo nuestro ya no daba para más. Aunque sospecho que
le gustaba tenerme de perro guardián, de ama de llaves, de testigo de sus
miserias cotidianas.
Fue una de esas noches de verano en las que
compartíamos vino helado que recordamos cómo descubrimos que su ex novio era un
estafador, al mejor estilo del Talentoso Sr. Ripley.
Rodrigo era el simulador más elegante y
misterioso que rozó nuestras vidas, aunque quizás fuera el único. Rodeado
siempre de gente de dinero, gente del ambiente, gente con “onda”, lo primero
que llamaba la atención sobre él era cierta comodidad no neurótica, cierto
saber estar, relajado, en todas las circunstancias. Un verdadero “bon vivant”.
Rodrigo decía haber nacido en una de esas
urbanizaciones cerradas para gente de dinero que proliferaron en la Argentina
de los 90’s y tener padres empresarios. También decía que había estudiado cine
y que le interesaba la fotografía. Tenía, en efecto, un gusto refinado para
todo lo relativo a lo artístico, lo bello, lo estético. Tenía, también, un talento
especial en la elección de prendas, accesorios, relojes y detalles que lo
convertían en un indiscutible ejemplar de esa elite que pululaba por la ciudad entre
amas de casa, vagabundos y oficinistas.
Contaba también con un selecto grupo de
amigos con dinero, lo que le daba más status todavía, al menos frente a
nosotros, mediocres especímenes de clase media ilustrada, hijos de
profesionales liberales, que se suelen obnubilar con esos círculos de élite a
los que no pueden acceder. Uno tiende a pensar que la gente con dinero solo se
relaciona entre sí y haber entrado a ese club de privilegiados hacía que Martín
y yo nos encegueciéramos aún más.
Rodrigo Rodríguez tenía hasta un nombre
simpático, risueño, cacofónico, que hacía casi imposible pensar que no fuera
real. Porque, se asume con facilidad, si vas a inventar un nombre, no puede ser
tan ridículamente malo. Su talento logró entonces convencernos de que tenía
dinero, clase y hasta buen gusto mientras se pergeñaba el nombre falso más
horrible de la historia universal. Cosas que hace el amor. O el dinero. O el
amor al dinero. O viceversa.
Así, Martín se enamoró de este sujeto, sexy
por donde se lo mire, incluso si consideramos que todos aquellos fuera de la
ley son más atractivos que los que acatan las normas, en cuestión de meses. El inconveniente
fue que Rodrigo, de pronto, una vez consumado el asunto, comenzó a tener
problemas con sus padres y empezó a vivir en la casa de Martín. Luego, otra vez
de pronto, empezó a tener conflictos con su trabajo y empezó a vivir del dinero
de Martín. Pasaban los meses y ninguno de sus asuntos se resolvía. Mi mejor
amigo mantenía a un estafador en las narices de todos, a cambio de cierto
status, algo de buena pinta y mucho glamour.
Hay que reconocerle que cocinaba bien, admito
con cierta molestia. Y que hacía excelentes tragos, me contesta Martín en la
noches en las que recordamos cómo fuimos presa del talentoso Sr. Rodrigo
Rodríguez e intentamos no sentirnos tan imbéciles. También organizaba buenas fiestas,
concordamos. Y seguimos bebiendo.
Encima, para colmo de males, ni siquiera lo
descubrimos nosotros, reímos ahora, en el patio, al son del vino blanco.
Fue tan simple como esto: un día Rodrigo
Rodríguez comenzó a robar a mano limpia. Primero dinero, luego ropa, finalmente
joyas.
Y otro día huyó.
Alguien llamó al teléfono de la
urbanización donde decía vivir y nadie contestó, alguien llamó a su supuesto ex
trabajo, alguien más llamó a alguien más y finalmente alguien llamó a la
policía.
Rodrigo Rodríguez había desaparecido. Su
talento, intacto.
Nosotros, pasmados, seguimos recordándolo
en las noches de verano. También lo evoco cuando leo a Patricia Highsmith,
cuando me piden que escriba un corto sobre estafas, cuando escucho la armónica
de Hugo Díaz en la película Los
falsificadores o me dicen que Shonda Rhimes le vendió a Netflix la historia
de Anna Delvey, la rusa que se hizo pasar por multimillonaria en la
alta sociedad neoyorkina, como su primera serie, por una obsenidad de dólares.
Hay algo sexy en
los estafadores, hay algo siempre erótico en la mentira.
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