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viernes, 31 de marzo de 2023

Un cuento por semana #25: Un poco de sal, un poco de magia

I.
Fue el olor. Nos avivamos rápido de que no eran alcohólicas porque no olían.
Es simple, el olfato es el sentido con más memoria del ser humano y se siente mucho, muchísimo, el olor a alcohol en alguien que acaba de dejar de tomar, sobre todo cuando estás en abstinencia. Ahí nos dimos cuenta de que ellas no tomaban ni habían tomado, de que no habían venido porque necesitaran los 12 pasos, o que en todo caso los 12 pasos que necesitaban ya los habían dado hacia el lugar correcto.
Eran varias, venían a veces solas, a veces en grupo. Las mirábamos incrédulos hasta que empezamos a hablar de ellas en el grupo de chat. No podían ser tan lindas, escribíamos. No podían ser tan impolutas, tan inmaculadas, tan sobrias. Hicimos apuestas sobre su origen: policías, militares, infiltradas de los servicios de inteligencia, de todo. Pensamos de todo salvo lo que eran. Hermosas, sí señor, además de oler increíble eran hermosas. Más hermosas que nuestras mujeres, más hermosas que nuestras compañeras de A.A. más hermosas que nuestras hermanas y madres.
Hacía meses que venían y se depositaban silenciosas, como ángeles caídos de algún cielo al que nunca llegaríamos por más de que habláramos de Dios a diario, en los últimos lugares alejados del escenario donde exponíamos. La iglesia nos dejaba usar el salón de actos de la escuela anexa y teníamos escenario, micrófono y luces. Éramos el teatro del absurdo y el grupo de Alcohólicos Anónimos más grande de La Boca. Y hasta ahí venían, las ninfas éstas, las sirenas, las inmaculadas enviadas del demonio, a mirarnos, a olfatearnos, a reírse de nosotros.
El primero que se animó a hablarles fue Rodolfo, el más viejo e impune. Se acercó a Laura, rubia, angelical y sonriente, una noche cuando terminó la reunión. La llevó a tomar un café al bar de la esquina y ahí se empezó a dar cuenta de la farsa. Era demasiado perfecta, nos contaba el viejo después, en casa de Mauro, como para encima ser alcohólica. Hubiera sido una obra siniestra de un Dios sin Dios, decía Rodolfo convencido de su axioma N°1 en la vida: Dios necesita tener alguien en quien confiar, ergo, Dios tiene un Dios superior. El vodka, nos reíamos, como tontos, cuando le contestábamos. No, pelotudos, decía Rodolfo, el Dios de Dios es el demonio.
En general reíamos y minimizábamos sus ocurrencias pata-metafísicas, pero algo de razón tenía: estábamos todos de acuerdo con que existía Dios, porque nos agarrábamos de él para atravesar los 12 pasos y para convencernos que había alguien que finalmente nos quería y no era el bartender de turno. Dios nos quería, sí, teníamos a alguien, sí, pero como decía Rodolfo, Dios sin Dios no funcionaba. El Dios de Dios era el diablo, nos convencíamos entre risas en el café y hasta alguno llegó a esbozar la teoría de los dos demonios: Dios tendrá a su demonio pero tampoco es ningún santo. Dios existe, sí, decíamos entre risas, pero no tiene por qué ser misericordioso. Dios existe y nos quiere cagar la vida, reíamos, zonzos, imaginando un cielo en el que pudiéramos tomar todo lo que no nos era permitido en esta tierra, gratis, sin horarios ni límites de civilidad. Dios existe y no es buena persona, confirmamos definitivamente, cuando ellas aparecieron en nuestras reuniones.
Primero intentaron camuflarse, mintieron que eran familiares, pero que no querían ir a esos grupos porque estaba lleno de amas de casa, dijeron despectivamente, jóvenes, rozagantes, sonrientes, hermosas. Ellas no eran eso, ellas no iban a mezclarse con detergentes y limpiavidrios. Cómo iban ellas a dilucidar la diferencia entre baño maría y grillé, o entre un marido infiel o un marido impotente. Ellas solo querían entendernos, le mintió Laura a Rodolfo, lo que generó la primera carcajada del repertorio que lo escuchaba en el café a la semana que se juntara con ella. Entender un adicto, vaya aventura aburridísima.
Es simple, mi cielo, mamá no nos quería de chicos y listo. Risas.
Es muy simple, mi amor, nos sentimos tan solos como vos pero simplemente no nos importa derrapar y mandar todo al carajo. Más risas.
Es muy muy simple, cariño, encontramos un amigo fiel al que solo tenemos que pagarle para que nos haga felices y después le podemos echar la culpa de todas nuestras nefastas decisiones. Carcajadas.
Es muy muy muy simple, belleza, creemos que podemos controlar algo que nunca quisimos controlar en primer lugar. Silencio.
Todos los adictos estamos cansados de controlar, lo único que queremos es que mamá nos abrace, sí, pero primero que vaya a comprar, haga la comida, ponga la mesa y diga de qué tenemos que hablar y cómo tenemos que pensar. Si el alcohol me controla, hermosa, es porque yo quiero que lo haga, primero, porque me harté de decirle a todos cómo deben comportarse. Porque finalmente tengo un universo en el que puedo creer en Dios, algo que es más fuerte que yo, algo que me domina y me maneja como un títere. Tomar alcohol, reina, hasta dormirte rodeado de tu propio vómito en una casa que no sabés de quién es o cómo llegaste, es el punto más alto del amor del hombre por el cosmos y su misterio inexpugnable. Es el amor del hombre por su creador, su dueño, su amo universal. 
Pero Laura no quería creer nada de eso. Laura y todas ellas estaban locamente enamoradas de Rodolfo y de todos nosotros, decían que éramos las personas más interesantes que habían conocido, que en nuestra oscuridad ellas veían la luz, la chispa, la verdadera sal de la vida. Que en nuestras recaídas y nuestras idas y vueltas con la botella ellas evidenciaban que el ser humano estaba en una constante lucha consigo mismo. Que en realidad, le decía Laura a Rodolfo y Rodolfo nos decía a nosotros entre risas, los adictos éramos el más acabado y verdadero producto del sistema, el más genuino exponente de la humanidad. Ellas decían, Laura decía, Rodolfo decía, que nosotros, los alcohólicos, necesitábamos tanto amor como todos, pero que en nuestra desesperación, en nuestros constantes llamados de atención y gritos de desolación, estábamos aullando por la sociedad corrompida toda.
Hasta ahí bastante sarasa, pensábamos todos. El problema fue cuando la sarasa se convirtió en algo que en mi puta vida se me hubiera ocurrido ni en el más ridículo de los delirios sobre un mundo sin alcohol ni desequilibrios asociados a él: existía tal cosa como un grupo de gente que no era adicta a nada, que se juntaba como nosotros, en una iglesia, pero cerca del Parque Lezama.
No-Adictos-A-Nada (N.A.A.N) se llamaba el grupo del que Laura, Mariana, Verónica y todas ellas formaban parte y por lo que venían a espiarnos como si fuéramos bichos exóticos. Se encontraban en Barracas, Almagro, Palermo, Parque Chacabuco y Núñez. Y se reunían, me contó Mariana cuando logré que confesara después de varias salidas al cine, para contarse lo vacíos que se sentían por no tener absolutamente ninguna sustancia que los atara, que los convirtiera en vulnerables, en flojos, en faltos de control sobre sus vidas. Los No-Adictos-A-Nada tenían la peor adicción posible: la no adicción. Estaban por completo disponibles para cualquier asunto, no tenían ninguna prioridad sobre el deber ser de sus vidas y simplemente hacían lo que se suponía que tenían que hacer. Algunos de ellos, confesó Mariana, se sentían "plenos y felices”, pero fuera de lugar entre parientes adictos a los opiáceos recetados por el psiquiatra, amigos adictos a los videojuegos y amantes fumadores y/o cocainómanos y/o alcohólicos.
“No tenemos nada”, me repetía Mariana, “No tenemos nada”.
Los No-Adictos-A-Nada no tenían nada, decían, porque en su absoluta autosuficiencia la soledad se les aparecía como esperable y no algo de lo que debían escapar haciéndose compañía con ninguna sustancia. Su existencia les resultaba tan satisfactoria que no había problema lo suficientemente grave del que necesitaran evadirse, ningún vínculo que les resultara nocivo o patológico, decían, y en absoluto se veían involucrados en conductas autodestructivas. No había definitivamente nada, en el universo entero, que los hiciera sentir vulnerables, faltos de control o dependientes. Eran tan pero tan pero tan libres de sí mismos y de sus ataduras sociales que necesitaban inventárselos pero ni así, decía Mariana, se asociaban a esas actitudes de forma patológica. Iban a casinos, a prostíbulos, ingerían las sustancias que consumían todos pero no lograban desarrollar absolutamente ningún síntoma de adicción. Se inyectaban, se emborrachaban, se pasaban tardes enteras jugando videojuegos, iban todos los días de la semana a Mc Donald´s y comían sin parar, visitaban shoppings para comprar cosas que no necesitaban y nada, nada sucedía. No generaban ninguna dependencia a ninguna actividad ni sustancia. Estaban limpios y libres de sentimientos culpógenos típicos de la adicción porque podían prescindir de todo. Si intentaban hacer cualquier cosa en exceso, se daban cuenta de que su sistema tarde o temprano lo rechazaba. Les gustaba tomar vino en las comidas, pero nunca se pasaban o les gustaba tener relaciones sexuales, pero ninguno las necesitaba o les gustaba comer, pero con moderación. Algunos tenían pensamientos recurrentes, admitían con orgullo, pero tampoco podía llamarse a eso adicción, sino obsesión.
N.A.A.N era lo único que tenían los No-Adictos-A-Nada. Eso y nosotros, los borrachos de la iglesia de Don Bosco, que nos juntábamos los martes y jueves a hablar de nuestros desbarajustes existenciales ocasionados por el abuso de alcohol y mirábamos atónitos a nuestras visitantes. A ellas, hermosas, radiantes, inmaculadas y sobrias, las olíamos como animales, como monos, como perros que descubren que adentro de una bolsa hay comida. 
 
II.
Tuve que ir, tuve que verlo. No era posible que eso existiera. Me lo pedía a gritos mi vida entera, desbarrancada por el consumo de alcohol desde los 15 años, mis escasos períodos de sobriedad, mis recaídas, mis internaciones, mis amigos, mi familia, mis novias, todo lo que siempre había tratado de romper y de cuidar con la misma dedicada energía que tenemos los que odiamos y amamos con la misma intensidad todas las cosas que nos pertenecen. Todo eso me pedía a gritos que fuera a comprobar que existía gente que no solo podía convivir armoniosamente con las sustancias que me dominaban como un Dios/Diablo, si no que admiraban a quienes éramos adictos a algo por considerarnos gente con, como me decía Mariana, “un poco de sal, un poco de magia”.
Tenía que ver con mis propios e incrédulos ojos cómo en esas reuniones en la iglesia del Lezama esta gente se organizaba para que el sentido de su vida fuera suficiente sentido mientras anhelaban cualquier anzuelo del que podrían ser presas. No había cárcel para ellos, no había encerrona, no había jaula, pensaba envidioso mientras llegaba a su reunión. Pero tampoco había felicidad, me repetía la voz de Mariana en la memoria. Conocerlos fue de las cosas más absurdas que me sucedieron, pero ahora, visto desde una perspectiva casi cómica, entiendo que para aquellos miembros de N.A.A.N que no se habían animado a ir a inspeccionarnos a las reuniones de A.A., conocerme debe haber sido una situación igualmente border, ya que aun habiendo lidiado con cientos de adictos antes de internarse en esa locura de N.A.A.N., nunca ninguno de ellos había interactuado con un adicto en las reuniones de no adictos.
Un sinsentido de tipo cósmico, sentenció Rodolfo cuando se lo conté, la conjunción imposible en términos cuánticos de la materia y la anti materia. Un verdadero agujero del gusano intergaláctico.
Pero me había enamorado, sí. Fue eso, en definitiva, lo que me llevó a esa sala de reuniones de la iglesia donde se juntaban estos lunáticos que, mirándolos en perspectiva, repito, podrían haber creado una nueva sociedad de lo más aburrida que se tenga capacidad de concebir, pero una nueva sociedad en fin.
No queremos problemas, me dijo el coordinador de N.A.A.N. cuando llegué esa tarde de la mano de Mariana, esperando ver seres de otra galaxia. No queremos que nos agredas, culminó, para mi sorpresa, el organizador del grupo que, desde hacía años, se reunía dos veces por semana con gente que no tenía absolutamente ningún comportamiento autodestructivo ni destructivo en general. Eran gente de paz, dijo, y no quería que mi presencia en ese lugar pudiera generar algún inconveniente. No era mi intención agredirlos, avisé, solo quería presenciar una de sus reuniones como muchos de ellos habían presenciado las nuestras. El tipo aceptó a regañadientes, avisado por Laura y Mariana que yo llevaba más de 5 años de sobriedad y que no tenía una personalidad especialmente violenta.
Sin embargo, el sinsentido de mi presencia se manifestó de forma patente cuando arrancó la ronda de presentaciones y todos comenzaron tratar de captar mi atención como si cada uno fuera el más damnificado por la patología de la no patología. Menudo espectáculo.
Hola, mi nombre es Luciana y no tengo ninguna adicción. Esta semana logré engancharme de forma más o menos intensa con un nuevo tipo de técnica de yoga pero solo pude mantener el entusiasmo por dos o tres días y después nada más. Hola Luciana.
Hola, soy Sebastián y no tengo ninguna adicción. El domingo hice un asado y después de tres horas de tomar vino con mis amigos me pareció que estaba borracho, pero el lunes ya no sentí necesidad de tomar más alcohol y volví a cenar con agua como siempre. Hola Sebastián.
Hola, mi nombre es Nicolás y no tengo ninguna adicción. Mi semana transcurrió normalmente, solo que algunos días en el auto tuve ganas de escuchar el mismo tema en la radio más de una vez, pero no creo que eso pueda ser considerado un comportamiento compulsivo. Hola Nicolás.
Hola, mi nombre es Paula y no tengo ninguna adicción. Desde la última vez que nos vimos fui todos los días al gimnasio, pero en realidad no tengo ganas de ir, solo voy porque mi hermana me obliga. Hola Paula.
Hola, mi nombre es Lorena y no tengo ninguna adicción. Mi novio se la pasa fumando en casa y me acerco a él para inhalar un poco de nicotina, hasta que me dice que ni se me ocurra empezar a fumar porque en me va a dejar. Hola Lorena.
Hola mi nombre es Mariana y no tengo ninguna adicción. Creo que estoy enamorada de un alcohólico pero temo que solamente sea porque me fascina su patología, aunque también siento que podría dejarlo también a él en cualquier momento. Hola Mariana.
Mariana fue la única que no me miró directamente a los ojos con centelladas expectantes de aprobación mientras contaba que estaba enamorada de mí. Se miraba los pies mientras todos, en ronda, la mirábamos a ella. En cada caso, me había sentido interpelado a intervenir tras escuchar los no hábitos nocivos de los participantes pero en el suyo me llamé a silencio. Por desgracia el coordinador me cedió la palabra luego de que Mariana lo mirara pidiendo algún tipo de ayuda o consejo mientras el resto de los miembros del grupo, molestos e incómodos, se movían en su silla o se miraban entre sí, esperando que alguien reaccionara tras semejantes palabras.
Mi intervención estuvo entonces atravesada por lo que estaba sintiendo por Mariana (amor correspondido) al mismo tiempo que trataba de entender qué era lo que me pasaba al ver a todos esos no adictos pidiéndome mi atención. Por primera vez en mi vida no sentía vergüenza por mi status de adicto y de pronto era una especie de superhombre a quien admirar. Tenía algo, a diferencia de ellos, tenía una sustancia, un Dios, una relación demasiado intensa, un involucramiento visceral hacia algo toxico, pero visceral e intensa al fin. Podíamos hilar fino y pensar que ellos tenían otras cosas que yo había perdido gracias a mi alcoholismo, pero ellos querían tener lo que yo tenía. Ya saben: el pasto siempre está más verde en el otro jardín. Same old same old. Rodolfo daría más vueltas. Diría cosas como: La materia y la anti materia. El ser y el no ser. El inacabado proceso de cosmogonía del personaje que nunca termina de atravesar su camino heroico porque si al final del mismo no está su amada, no es heroico, no es su camino y no tiene sentido atravesarlo. El deseo, pensé antes de hablar, el único motor de los mortales que, atravesados por la pulsión de tener aquello que no tienen, solo se pueden conformarse con aquello que sí tienen y considerarlo poco, no importa si es dolor, desesperación o enfermedad. La falta, Sigmund, la putísima falta.
Quieren sentirse vivos, pensé, están mal de la cabeza, dije.
Quieren sentirse vivos y mortales, pensé, quieren morirse de sobredosis, dije.
Quieren sentirse vivos, mortales y humanos, pensé, quieren ser esclavos, dije.
El coordinador cortó mi intervención tratando de poner paños fríos. No queremos eso, dijo, solo que no sabemos qué queremos puesto que no queremos nada demasiado, nada compulsivamente, nada por encima de nuestra realidad. No necesitamos más de lo que tenemos, dijo, pero en definitiva eso tampoco nos alcanza. En una sociedad donde lo que no se tiene es lo único por lo que vale la pena vivir, nosotros nos juntamos para consolarnos. Lo que no tenemos es lo que tienen todos, aunque eso sea nocivo para la salud y la vida. En una sociedad de adictos, sentenció, los no adictos somos los enfermos.
 
III.
Volví a tomar después de seis años de sobriedad porque me enamoré de una mina que me dejó por otro.
Suele pasar, me dijo Rodolfo, me dijo el psiquiatra, me dijeron todos. ¿Qué parte? Pregunté ¿la de que me enamoré, la de que me dejó por otro o la de que volví a tomar? Todas, me dijo Rodolfo, me dijo el psiquiatra, me dijeron todos.
Pero el amor, esa palabra. Nadie sabe en qué consiste, nadie sabe dónde está, todos hablan, escriben, cantan y mienten de lo lindo. ¿Qué es el amor? ¿Quién puede decir que sabe lo que es sin que venga otro pelotudo a decirte “eso no es amor, es obsesión”? Manga de giles hijos de remil putas, qué mierda saben qué es el amor. Nadie sabe. A nadie le importa saber. Todos hablan, todos escriben, todos ponen emoticones de corazoncitos. Giles. El amor es mi whisky. El amor es este whisky.
Una vez escuché a un pelotudo que dijo “Lo opuesto a la adicción no es sobriedad, lo opuesto a adicción es la conexión” y argumentaba que si estamos conectados con otro, nos sentimos amados y tenemos un vínculo sólido y duradero no vamos a necesitar de ninguna sustancia para sentirnos mejor. Pelotudo. ¿Quién quiere sentirse mejor en este mundo nefasto? Yo no quiero sentir nada, denme whisky, denme todo el whisky que haya porque esta hija de re mil putas me dejó por otro alcohólico solo para hacerme sentir así de mierda.
No sé qué me pasa, creo que no me gustás tanto, dijo Mariana después de meses de salir conmigo.
¿Tanto como te gusta quién? tendría que haberle preguntado a esa puta, a esa mierda. Tanto como Santiago, debería haber dicho ella, que volvió a tomar, dejó las reuniones de A.A. pero obviamente ya le había pedido el teléfono y está saliendo con ella ahora.  ¿Tanto como ese hijo de un vagón de bisnietos de putas que se da con todo no te gusto, insulsa de mierda?
La única palabra asociada a mi vida es esclavitud. Fui esclavo de mis padres, fui esclavo de mis amigos, fui esclavo de todos. Sometido, siempre dispuesto, siempre listo, siempre disponible, siempre me dominaron. Y cuando se quisieron acordar de que yo existía, ya me dominaba otra cosa, me dominaba la misma cosa que los domina a ellos en forma de teléfonos celulares, computadoras, electrodomésticos, cuentas bancarias, tarjetas de crédito, pornografía, bingos, casinos y jeringas. Solos y esclavizados. De ahí viene la palabra adicto, sabían, de esclavo. Voilá la etimología, qué ciencia más excelsa. Estar solo y sentirse solo no son la misma cosa, no ves el amor a tu alrededor, me decía mi vieja para calmarme. Sos esclavo de esta mierda porque querés, tenés que poder querer que ser libre, me decían mis hermanos para calmarme. Pensás que la bebida es tu novia pero tu novia soy yo, me decía mi novia para calmarme. Qué épocas.
Ahora pasaron seis años y volví a cero otra vez. Ahora soy libre de todos esos hijos de puta que necesitan que esté sobrio para romperme las pelotas con sus pelotudeces de gente correcta que no llega a fin de mes. Libre de ellos y de Mariana, que iba a nuestras reuniones porque estaba aburridísima con su vida normal y quería encontrar a alguien problemático para entretenerse. Un poco de sal, un poco de magia, decía, hija de puta. Lástima que yo no estaba lo suficientemente enfermo como para satisfacerla.

Me pregunto qué pensaría si se entera que volví a tomar gracias a ella. Un sinsentido cósmico, diría Rodolfo, un agujero de gusano más, otra gentileza de Dios para demostrarnos que existe. 

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