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miércoles, 29 de marzo de 2017

Año Nuevo en Tokyo






El leve aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo.
Proverbio Chino.

Tienen que ser pares, las veces que hago las cosas. Si me lavo las manos, si me cepillo los dientes, si enjuago una taza. No puedo hacer nada una sola vez. Tiene que estar todo en equilibrio, en un orden simétrico y par. Si no no sirve, no sirve. No se ordena el cosmos. No se ordena.  
Sé que no es mi responsabilidad ordenar todas las cosas, pero es mi propio universo el que tengo que ordenar. Así fue que me enamoré. Del orden. De ella. De ella alabando el orden japonés. Había escrito tres crónicas porque había pasado tres semanas en Japón. Entonces fueron solo tres mil palabras. No me gustan los números impares. Tienen que ser pares, las cosas, los números, las veces que hago las cosas tienen que ser pares. Para poder calmarme, para ordenar.
Así fue que me enamoré. Cuando me gustaron sus tres mil palabras ordenadas en tres columnas porque pasó tres semanas en Japón. Lo escribo dos veces. Para que esté ordenado. Pero ella desordenó y ordenó al mismo tiempo. Eso es el amor, creo yo. Cuando el cosmos se ordena. Cuando los planetas parecen alineados de pronto.
Me gustaron sus tres mil palabras y me gustó ella, me gustó que considerara el orden como algo bello y me gustó que hablara de mi enfermedad con tanto cariño. Que no la describiera ni siquiera como una enfermedad, que viera en mi trastorno algo digno de admirar, o por lo menos digno de retratar.
Entonces me enamoré de Japón enamorándome de ella. Inesperadamente, como suele pasar. Nunca me imaginé que yo, que no puedo esperar un colectivo por la ansiedad, que muevo la pierna todo el tiempo, que masco chicle y me como las uñas sin parar, que no uso ascensores y que nunca tuve siquiera la fantasía de subirme a un avión (por pánico, por pánico) pudiera aventurarme a amar a alguien.
Pero ella lo logró. Publicó esas tres crónicas en un portal que leía regularmente y tuve que escribirle. Agazapado atrás de mi computadora, curioso por saber quién era, qué le gustaba hacer además de viajar y escribir. Curioso por su amor por el orden. El desorden vino cuando me contestó. Porque me contestó uno y cada uno de mis mails durante más de un año. Y cuando noté que me daba taquicardia de solo reelerlos, cuando me despertaba súbitamente a las 3AM y su contestación había llegado dos minutos antes, cuando pasaba horas releyendo esas palabras que me habían cautivado desde la primera vez, me animé a contarle a mi único amigo, que en realidad era mi primo, que la amaba.
“No te podés enamorar de alguien que nunca viste”, me dijo Ramiro y me ayudó a buscarla en redes sociales, aunque sea para que viera una foto. Pero no la encontré. No existe. No existe mi cronista japonesa, es obra de mi imaginación, pensaba frustradísimo. Y ahí lo entendí, no importa. Para ver tengo las infinitas webs porno y los millares de sitios de citas tapados de fotos de trompitas y escotes.
Pero ella me hace imaginar y ese es el afrodisíaco más potente del mundo.
Pero ella me hace imaginar y ese es el afrodisíaco más potente del mundo.
Si estar enamorado en general es un problema, estar enamorado siendo un obsesivo es un problema a la N potencia. Y digo N porque no es posible identificar la magnitud del agrandamiento que se produce sobre el objeto amado cuando uno ya de por sí tiene una tendencia a agrandar las cosas. Y asumo que con “agrandar” Uds. van a entenderlo, porque en realidad para un obsesivo no hay tal cosa como agrandar o achicar, las cosas tienen el tamaño que tienen, básicamente todo el tamaño posible. Para un enfermo como yo, el “algo” con lo que me obsesiono pasa a adquirir el tamaño de mi cerebro y me impide pensar en cualquier otra cosa.
Me asusté. Me asusté con mi propia obsesión por ella. Creí que iba a espantarla al punto de que me denunciara a la policía con mi catarata de mails. Pero aunque sabía que era inofensivo, sabía también que podía dar la impresión de no serlo, de estar al borde de la locura, como el asesino de John Lennon. El problema era que ella no parecía asustarse, lo cual la convertía o en una periodista demasiado atenta con sus lectores o en una obsesiva como yo. Eso me llevó a una encerrona imposible, tenía que ver cómo reaccionaba ante mí para poder entender si estaba enamorada o no. Llegué a un punto en el que tampoco sabía qué me daba más pánico en realidad, no es conveniente para obsesivos enamorarse de obsesivos. Pero no pude soportar la intriga y se lo propuse. Pasó casi un año desde que leí sus crónicas hasta que se lo propuse, pero se lo propuse. Pasaron más de 400 mails donde nos enamorábamos lentamente, hasta que se lo propuse, pero se lo propuse.
Y cuando le dije que quería verla, ella subió la vara, como siempre. Tenía que desafiar mi status quo una vez más.
-Pasemos año nuevo en Tokyo -me escribió- y ahí nos encontramos para conocernos.
El orden del desorden. El desorden del orden. El BigBang. El amor.
Estuve varios días sin dormir después de ese correo y pasé varias semanas sin contestarle. No podía subirme a un avión, no podía. El trastorno obsesivo que ella vanagloriaba de los japoneses era lo que me avergonzaba, me empequeñecía, me volvía absolutamente discapacitado.
-Te invité a tomar una cerveza, no hace falta que vayamos a Japón, me alcanza con tus crónicas- esbocé tímidamente para tratar de persuadirla.
-La experiencia es intransmisible-replicó- es como la diferencia entre la palabra “beso” y un beso de verdad, avisame cuando estés listo.
Pasaron 4 años desde ese último mail.
Nunca lo respondí, nunca más volvió a contactarme.
La perdí.
No pude, no pude.
La perdí.
Pero acá estoy, solo en el aeropuerto, esperando para hacer el check-in rumbo a Tokyo. Gracias a estas crónicas entendí que mi enfermedad podía significar algo hermoso, gracias a estas crónicas me enamoré. Gracias a estas crónicas empecé un tratamiento. Gracias a estas crónicas me estoy subiendo a un avión por primera vez en mi vida aunque sea con ataques de ansiedad, pánico y sudores fríos.
Tengo que releer estas tres mil palabras sobre Japón y agradecerle a ella, donde quiera que esté, haberme puesto entre la espada y la pared así. Supongo que ya no la amo, aunque esté haciendo lo que me dijo que haga, aunque esté haciendo lo que nunca pensé que haría gracias a ella.
Sigo buscando el orden en el cosmos.
Aun cuando sé que es imposible.
Aun cuando las estrellas sean incontables y probablemente impares.
Probablemente.
Trastorno
Sos un analfabeto.
No podés comprender absolutamente ninguna de las palabras, letras, números de absolutamente ninguna de las cartelerías de absolutamente ninguno de los negocios de absolutamente ninguno de los tipos de negocios posibles.
Sos un analfabeto absoluto.
Todo es confusión (y luz).
Todo es confusión (y luz).
Todo es confusión (y luz).
Pero este lugar está lleno de negocios, con sus cartelerías, sus números, palabras y letras. Y hay 50 líneas de subte. 50 literal. Todas en japonés.
Día 1 en Tokyo.
Gonzalo me pide que nos encontremos en un lugar cuyo nombre es ininteligible. Es el barrio céntrico de Akasaka. Descubro que mi hostel queda más lejos de lo conveniente para ser una turista full time: tengo que tomarme tres líneas de subte para llegar al centro. No puedo, en lugar de a Akasaka llego a Asakusa, en la otra punta de la ciudad. Comienzo a caminar sin sentido aparente, miro mi Google Maps y está en japonés, miro los carteles de las calles y están en japonés. A mi alrededor solo hay japoneses. Estoy en Japón pero no puedo encontrar ningún punto turístico para visitar porque no leo japonés. Gonzalo ya sabe que no voy a llegar porque no estoy ahí a la hora que me dijo que esté, pero en realidad nunca pude avisarle porque, además, no tengo conexión a internet. Tengo mi primer ataque de pánico. Estoy completamente loca, pienso.
Camino sin rumbo ni sentido hasta que llego a una avenida inmensa que da a un parque con un tori (arcada) elevado y escalinatas. Entro “a ver qué hay” con un completo desconocimiento geo- espiritual y sin la más mínima certeza de dónde estoy ni dónde estoy yendo. Una metáfora absoluta de mi situación cósmica-espiritual. Pero en japonés. Estoy completamente loca, pienso. Sí, pero tengo que llegar a alguna parte.
Entro al parque y veo a una niña de no más de 5 años vestida en atuendos tradicionales que camina en medio de un descanso en las escaleras. Atrás de ella viene una mujer igual de emperifollada a la vieja usanza japonesa y un hombre de traje. Parecen salir como de una película que no vi, hablada en japonés. Saco 100 fotos de la nena, tiene una elegancia similar a la de su madre, es pura sofisticación y apenas sabe caminar. Las dejo y me interno en el parque. Aparezco en la mitad de un casamiento. Más de cien personas entre niños, adultos, ancianos y jóvenes vestidos de gala. Todos japoneses. La novia tiene un kimono íntegramente blanco y un sombrero gigante. Se la nota enamorada. En japonés.
Me quedo sacando fotos, no tengo la valentía de ponerme a hablar con nadie. Estoy shockeada por los colores de los kimonos, la preciosidad de las niñas y mi propia capacidad de llegar a lugares insólitos sin la más mínima pista ni certeza. Sigo recorriendo el parque y me encuentro en una escalinata que había visto en todos los blogs de viajes. Era el lugar más fotogénico del día y yo estaba ahí por casualidad, en completo estado de shock. Sintiéndome completamente analfabeta. Pero estaba ahí. Eso que me pasaba era cierto. Era cierto en japonés, pero cierto al fin. Cierto en japonés se dice Ikutsu ka no.  
Lo cierto y la paz mental duran poco: tengo que tomarme los tres subtes de nuevo hacia mi hostel. Logro llegar a la primera combinación con facilidad, pero está en uno de los puntos neurálgicos de la ciudad subterránea y es hora pico. No tengo la más pálida idea de cómo combinar las dos líneas más de subte que me faltan y a mi alrededor circulan miles de personas en todas las direcciones. Miles de japoneses que hablan en japonés, piensan en japonés, sienten en japonés. Me apoyo contra una pared de una estación conexión de más de 5 líneas de subte. Estoy completamente loca, pienso. Sí, pero tengo que llegar a mi hotel de todas formas. Ok. Respirar. Respirar en japonés se dice Kokyū shimasu.
Salgo a la calle para ver si me oriento. Estoy en la esquina de Shibuya Station, en la que un stop sincronizado en cuatro direcciones comunica 5 esquinas. Se puede circular en cualquier dirección, ya sea recto o en diagonal. Por cada luz en rojo se calculan unas mil quinientas personas cruzando al mismo tiempo. En hora pico unas tres mil. Todos japoneses. Algún que otro turista. Y nunca jamás nadie se choca, nadie se insulta, nadie se enoja. Cruzo una vez: esto es un ritmo. Cruzo otra vez: esto es un caos rítmico. Cruzo una vez más:  acá hay un orden secreto. Ok. Respirar.
Respiro. Contemplo a los japoneses. Tokyo tiene 13.62 millones de habitantes y una densidad de 6027,22 hab/km². Eso debería ser el caos. Pero no. De una forma inexplicable los japoneses irradian una calma que se traslada a todo, incluso a lo físico o fundamentalmente en lo físico. 
Respiro. Contemplo a los japoneses. Los contemplo, no hay otro verbo. No los miro, no los veo. Los contemplo pasar de un lado al otro, van hacia lugares que no sé pronunciar. Ninguno de ellos habla inglés, pero tampoco sé qué les tendría que preguntar. Respiro. Contemplo, los observo como si estuviera viendo un espectáculo del Cirque du Soleil. Descubro que hay un ritmo japonés en el caminar, una melodía armónica que tienen todos, una cadencia, un tempo casi musical. No se chocan ni se interrumpen, no se agreden, no se molestan, no están esperando la violencia del otro, entonces tampoco la ejercen.
Respiro. Estoy completamente loca, pienso. Sí, pero tengo que llegar a mi hotel de todas formas. Sí. Ok. Respirar.
De alguna manera que no comprendo llego al hostel. En mi habitación me encuentro con un oriental con el pelo muy corto, jogging y cara de jugador de ping pong. Me pregunta mi nombre, mi nacionalidad. Habla muy buen inglés. Se llama Li y es chino. Le pregunto si las estaciones de subte tienen los nombres escritos también en chino porque durante el día llegué a descifrar que algunos caracteres son más curvos que otros. Entonces Li baja de su cama marinera, busca un papelito en el bolsillo y me dice: “Escribí tu nombre”.
Escribo mi nombre.
Agarra la lapicera y empieza a traducir línea por línea.
-Ese es tu nombre en chino– me muestra.
-Ese es tu nombre en japonés- termina.
Los caracteres que hace no son letras sino dibujos, tienen sentido por sílaba, componen una música que no entiendo, que es erótica justamente por eso, porque no sé qué significan, es puro misterio. Es eso que todos a mi alrededor saben y yo no.
Los ideogramas chinos y su derivación japonesa son casi desconocidos para los occidentales y tiene una raíz simbólica mucho más cercana a la naturaleza que las letras de nuestro alfabeto, por lo que si “Persona” es efectivamente el dibujito de una persona (), multitud es simplemente la sumatoria de ese dibujito (⼈⼈⼈). Esto debería redundar en un universo más acotado de lo que simbolizan las palabras, en tanto construcción no representativa de la realidad. Pero a la vez las acercan a aquello que realmente existe, convirtiendo al lenguaje en un medio para la aproximación a la naturaleza que es, en última instancia, aquello según lo cual sintoísmo y budismo asumen que están unidos los seres humanos en un continuo que además incluye a más de 8 millones de dioses.
Dice la Wikipedia: “El sintoísmo afirma la existencia de seres espirituales que pueden encontrarse en la naturaleza y representan cualquier fuerza sobrenatural o Dios, como los dioses de la naturaleza u hombres sobresalientes. Los japoneses, como hijos de los kami, tienen ante todo una naturaleza divina. Por consiguiente, de lo que se trata es de vivir en armonía con ellos, y así uno podrá disfrutar de su protección y aprobación”.
Tiene sentido: japoneses, naturaleza japonesa, palabras japonesas y Dios podrían ser la misma cosa. Una sola cosa. Armónica,  indescifrable y divina.
Trato de sentir paz pero me cuesta. El trastorno es permanente. No son solamente las letras, es la forma en la que se agarran los libros, la verticalidad de las palabras. La erótica de lo indescifrable, pero también el orden alterado de las cosas es lo que hace a Japón tan atractivo, tan mágico. En esa alteración aparece todo lo inesperado: no se puede fumar en la calle pero sí en los restaurantes, no se dejan los zapatos adentro de las casas, no hay inconveniente con el símbolo nazi porque es originalmente el signo budista de la abundancia, los autos casi no tocan bocina, los niños van solos por la calle, los hombres usan cartera, etc., etc.
Ya no sé bien qué es cierto. Ya no sé bien qué es normal. Pasé un día en Japón y todo lo que consideraba cierto y normal dejó de serlo.
-¿Y no querrías votar?- Le pregunto a mi compañero de cuarto chino, a propósito de vivir en el comunismo más grande del mundo.
-Yo voto -me contesta socarrón.
Lo miro en silencio. Sigue:
-Voto a mis delegados en la clase en la escuela, en mi barrio, en mi club.
-Pero eso no es democracia.
-Quizás el problema del capitalismo occidental sea la democracia.

Obsesivo
Los trenes de alta velocidad en Japón son lo más certero que existe: nunca están demorados pero nunca llegan antes, nunca se detienen más de la cuenta ni donde no deben. Son perfectos, porque la perfección en Japón sí existe. Y como lo perfecto se considera verosímil se busca en cada uno de los aspectos más insignificantes de la vida, con un nivel de obsesión tal que, en la mayoría de los casos, se consigue.
Puede que se discuta si todo lo perfecto es bello, o si todo lo bello es perfecto. Puede que se discuta si el cuidado del detalle es lo que convierte lo “normal” en “bello” o si lo “feo” y lo “imperfecto” no son más estimulantes. Puede que se discuta la definición de perfecto. Pero hay algo muy tierno detrás del gusto nipón por los detalles que los hace irresistibles: la completa devoción de los japoneses por la perfección y la belleza es una muestra indiscutible de amor por todo lo que los rodea. Considerando al amor como destinar energía, tiempo y cuidados a aquello que nos importa, para lo que nos entregamos porque queremos sea perfecto.
El ejemplo más claro es el origami, que, aunque originario de China, tiene en Japón una larga tradición. Una antigua leyenda promete que cualquiera que doble mil grullas (pequeñas palomitas) recibirá un deseo de parte de ellas. Durante el siglo XX, la tira de mil pequeños pajaritos se convirtió en un símbolo de paz gracias a Sadako Sasaki, una niña que intento así curarse de leucemia producida por la radiación de la bomba atómica de Hiroshima. Allí, en el Parque conmemorativo de la Paz de Hiroshima, el Monunento a la Paz de los niños tiene una grulla gigante de acero y está rodeado por cientos de miles de millones de pequeñas grullas apiladas en estanterías que desde todo el mundo envían colegios, instituciones y personas corrientes que quieren demostrar su solidaridad con el pueblo japonés. Sin embargo, no solo en Hiroshima hay origami, todo Japón está poblado de templos de diverso tamaño que ostentan sus tiras de mil grullas para ofrendar a los dioses. Pero detrás de esos miles de millones de papelitos doblados simétricamente hay japoneses. Gente que dedica horas y horas en una tarea repetitiva y autómata. Gente devota, comprometida y sumergida en una serie de dobleces perfectos, absolutamente perfectos, que buscan llegar a la divinidad. Pero hay algo de lo repetitivo del origami, de lo detallista y lo milimétricamente perfeccionista que requiere su técnica que recuerda a un poseso, a un obsesionado, a un enfermo. A alguien que piensa demasiado las cosas o que solo puede pensar en esa sola cosa. ¿Es eso amor?  
Sábado a la noche en Kyoto. Con Valeria alquilamos bicicletas y recorrimos la ciudad durante todo el día. Hay más templos que casas y en muchos de ellos, cientos de cadenas de mil grullas. Para las seis caemos agotadas en un bar irlandés. Estamos a una distancia lo suficientemente lógica de nuestro hostel como para poder emborracharnos. Entonces lo hacemos: nos emborrachamos. Luego de un par de horas, se nos acerca un señor mayor y comienza a hablarnos con una delicadeza insólita para un approach en un bar. El Sr. baila entre nosotras y habla (bien) en inglés. Indago en su background: es presidente de una compañía, me da su tarjeta, está en japonés. Bailamos, reímos, charlamos. No me siento intimidada por el hecho de que sea 30 años mayor que yo, no hay en él un hálito de lascivia. Se llama Mr. Fuyi, como el monte a una hora de Tokyo. Podría ser mi padre.
Al rato Valeria le dice que quizás yo quiera otra cerveza. Mr. Fuyi compra alcohol para las dos y trae unos nachos que nos devoramos. Tenemos hambre, estamos ebrias, él lo sabe, todos lo sabemos. Pero en ningún momento de las cuatro horas que compartimos con él nos sentimos incómodas y aunque no se comporta tampoco como un padre, sí ofrece una muestra cabal de la elegancia japonesa: respeto por el otro, orden, decoro, sutileza.
La perfección japonesa radica exactamente ahí: en la sutileza de lo que no se ve, en lo que se mide milimétricamente para que parezca ordenado mientras flota en el caos, en la búsqueda obsesiva por la belleza como sinónimo de armonía y que es así una oda a lo sutil, a lo no estridente. De ahí la sexualidad naif de las orientales que conquista a occidente. No son Pamela Anderson, no son Salma Hayek, no son Sofía Loren. Son japonesas, son asiáticas, inventaron la elegancia sexual basada en lo que insinúan sin explicitar.
Y si lo que se ve en Japón es producto de cálculos obsesivos por la búsqueda de la perfección y la belleza, lo que no se ve en Japón es el sexo. Pero aun así aparecen, envueltas en misterios, miles de japonesas por todo Kyoto que juegan a disfrazarse de geishas y pasear con sus atuendos por toda la ciudad como si se tratara de una tarde de spa o shopping con las amigas. Están completamente vestidas de trajes tradicionales que no dejan ver absolutamente nada de su cuerpo. ¿Por qué aun así son sexys? ¿Por qué aun así destilan erótica? Porque las geishas ejercitan (o excitan) el músculo más sexual de todos: la imaginación. Por eso la carga erótica que tienen los cafés con meseras disfrazadas de mucamas a los que me arrastra Gonza contra mi voluntad. Sabemos que es un café, sabemos que esas chicas no son mucamas sino mozas, sabemos que están jugando a calentar clientes con el trip servilismo/sumisión, pero siempre sutil e ingenuamente.
¿Quería acostarse con las gringas borrachas el empresario con dinero y soledad que fue a pagar tragos a un bar irlandés un sábado a la noche en Kyoto? Quién sabe, probablemente sí. Pero no. Sí pero no. Ni. Sutileza en su máxima expresión.
Pero eso a la vez supone la erótica de la obsesión en un plano simbólico: aquello que no se expresa, que es sutil y confuso (ya sea aquello que no podemos comprender o no podemos alcanzar o no podemos concretar) asume sobre nosotros el carácter de objeto deseado. Y ahí ejerce su poder, en la negación de la concreción, en el deseo. Deseo y obsesión pueden no ser lo mismo, pero se parecen y mucho. De ahí que el trastorno y la obsesión se conjuguen en Japón con una magia insólita para un occidental: lo que no podemos entender es justamente aquello que más nos atrapa. Japón es un país sexy si entendemos que la diferencia entre lo sexy y lo sexual radica en el nivel de sutileza que se maneja. Japón es un país elegante si entendemos que la diferencia entre lo elegante y ostentoso es similar.
Japón es esa belleza de lo oculto, de la premeditación de lo velado con intención perturbadora y a la vez estimulante: la perfección de lo inconcluso, la insinuación, lo no obvio. Japón es todo, menos obvio. Como buen obsesivo, Japón es premeditado y jamás dejará nada librado al azar, pero todo sucederá con el claro objetivo seductor de perturbarte. No te darás cuenta de lo que está haciendo sobre vos. Hasta que estés completamente enamorado.
Compulsivo
En Japón hay más barbijos que personas. Símbolo universal de la higiene, las mascarillas representan mucho más que la separación del contacto del aire (que se asume contaminado) con las mucosas propias y ajenas. En Japón los barbijos simbolizan una vertiente más del respeto por el otro. Cuenta la mitología urbana que los japoneses los usan no para protegerse ellos del exterior sino para proteger a los demás de sus posibles enfermedades. El cuidado más extremo adquiere así un cariz de tipo compulsivo y por ende patológico. De ahí que no me sorprenda ver barbijos con distintos “estampados” o con figuras alegóricas a Hello Kitty y asociados, de ahí que no me horrorice cuando vea miles de tapas de inodoro con un comando lateral que no se entiende para qué sirve o finalmente unos minúsculos dispositivos de goma que encuentro en el mayor sex shop de Tokyo al que entramos con Valeria atraídas por los disfraces que se ven desde afuera.
Somos las únicas mujeres en un lugar por supuesto reducidísimo en espacio y atiborrado de consoladores eléctricos, pantallas que proyectan videos pornos de manga, pósters con vaginas cortadas trasversalmente en los que se explica muy didácticamente todas sus cavidades y por supuesto barbijos, miles de barbijos de distintos colores y tamaños. Creo que nada va a sorprenderme ya hasta que veo una pequeña bolsita con diminutos artefactos de látex. Eso que tengo enfrente y carece completamente de sentido tiene una etiqueta que dice, en japonés pero por suerte también en inglés: “condones de dedo”.
Como buen país del primer mundo, en Japón hay muchísimos teléfonos celulares. La selfie y su famoso palito invaden calles, templos, bares y restaurantes. En el subte tokiota está prohibido tener una conversación telefónica, pero eso no quiere decir que todos no estén mirando su pantalla compulsivamente. Los hay gigantes, los hay pequeños, los hay táctiles, los hay “con tapita” (última moda vintage japonesa), pero los teléfonos invaden la vida cotidiana nipona con el desdén de quienes fueron los primeros en desarrollar adicción por la telefonía inalámbrica a principios de siglo. Pero eso ya no asombra: ya todos vivimos en el futuro 3.0 y usamos compulsivamente nuestros teléfonos. Lo que sí sorprende es el alto índice de ludopatía asociado a la tecnología. Es por eso que todas las ciudades japonesas están pobladas de pachinkos, salas de videojuegos para adultos en las que cientos de japoneses, en su mayoría hombres, destinan horas y horas de tiempo vital que podrían estar empleando con amigos o familia en solitarias sesiones de gaming. Prefieren aislarse en una sala gigante de videojuegos, con las miradas completamente perdidas en pantallas, rodeados de un sonido ensordecedor y de “guardias” que circulan y nos prohíben sacar fotos de ese hermoso espectáculo de aislamiento y desolación. Entrar a uno de esos lugares implica no solamente ensordecerse sino también enloquecer un poco. Miles de maquinitas luminosas produciendo, según números oficiales, más riqueza que los supermercados. Miles de hombres y mujeres alienados jugando compulsivamente. Cigarrillos que se consumen en las manos, espaldas curvas, soledad.
La compulsión nipona puede adquirir entonces diversas formas: puede convertirte en ludópata pero también en un perfeccionista. Y puede combinarse con la obsesión por la limpieza y volverte un poco paranoico. Leo las noticias: “Los baños del aeropuerto de Tokyo han sido equipados con ´papel de baño´ especial para desinfectar los celulares. Los dispensadores se han instalado en 86 cubículos y estarán en prueba hasta marzo del año próximo. La empresa justifica la curiosa iniciativa con un interesante dato: ´Hay una cantidad más de cinco veces mayor de gérmenes en la pantalla de un celular que en el asiento de un baño´”.
Finalmente podés unir las piezas: los dedos japoneses han de ser preservados, resguardados, aislados. Son los dedos que se usan en la dactilopornografía de la pantalla táctil pero también los que doblan papel para conectarse con la divinidad. Son los dedos del sushi man, que deben ser lo suficientemente rápidos para que el arroz no se caliente, pero también deben estar excesivamente limpios, siempre.
Por eso estás viendo condones de dedo. Respirá.  
Tiene sentido. Respirá.
Pero solo tiene sentido acá. Respirá.
Es tarde, aunque respires una y otra vez, ya es tarde.
Estás en un sex shop en Tokyo viendo condones de dedo y entonces todo tu sistema ya explotó por los aires: pensás en cientos de dedos penetrando cavidades genitales. ¿Cuántos hubo? ¿Cuántos habrá? ¿Por qué nunca pensaste que esos dedos podrían tener tantas o más bacterias que cualquier otra cosa que necesita protección de látex? ¿Cómo no procuraste cuidar al otro de esas roñosas uñas cuando estabas jugueteando por ahí?  ¿Cómo lo descuidaste tanto?
Lógico: no cuidás al otro, no te importa el otro, no buscás la armonía entre el universo, el otro y vos porque no entendés que somos la misma cosa.
Lógico: Creés en vos, en tu ego, en tu cinismo occidental de no creer nada ni de cuidar nada porque nada vale la pena.
Lógico: Solo venerás tu libertad individualista y te olvidás del cosmos.
Lógico: Te conformás con sobrevivir, con sacar la tajada más grande de la torta que sabés que no alcanza para todos, pero no te importa.
Lógico: Metés tu roñoso dedo en el culo del mundo y no te importa.
Lógico: No sos japonés.


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