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domingo, 8 de diciembre de 2019

Historia de un matrimonio: Con el amor nunca alcanza (3)

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¡Ay las parejas! Esos agregados misteriosos que se adentran en el siglo XXI intentando mantener su esencia sin perder el touch individualista del neoliberalismo posmoderno. Esos imposibles intentos por mantenerlo todo igual pero a la vez que todo cambie en pos de no volverse rutina y aburrimiento. Esos monolitos de la sagrada familia judeocristiana que el heteropatriarcado dominante se encarga de ensalzar cada San Valentín, cada Black Friday, cada día de la madre, etc., etc. Esas fuentes inagotables de películas de ayer hoy y siempre.
Parte de la saga sobre relaciones familiares que viene llevando a la pantalla grande Noah Baumbach desde The Squid and the Whale (2005) y While We’re Young (2014) y The Meyerowitz Stories (2017), llega Marriage Story, unas dos horas y media de vericuetos sobre cómo un matrimonio que parecía perfecto se desintegra por los aires y que además muestra cómo cada uno de sus miembros saca lo peor de su carácter con el único objetivo de herir al otro en todo el proceso. El hijo de ambos  sufre las consecuencias del tironeo constante de sus progenitores, copia fiel del hijo de Kramer vs. Kramer (Benton, 1979) o de los hijos que Baumbach retrata complicadísimos tras el divorcio de sus padres en The Squid and the Whale.
Contada con monólogos largos entre los que se destacan los de los abogados y los miembros de la pareja, Marriage story retrata la historia de dos artistas neoyorkinos que entre tablas de teatro y películas de Hollywood ya no son más el uno para el otro. En el camino, Baumbach se encarga de meter la típica discusión costa este/costa oeste norteamericana y deslumbra con un elenco entre los que Alan Alda, Laura Dern y Ray Liotta brillan mientras que Adam Driver grita y pega puñetazos a las paredes y Scarlett Johansson se encarga de mostrar que puede volver a actuar “en serio” después de su incursión en el universo Marvel.
A la postre, mucho de lo que cuenta esta peli viene a reciclar el sub género “Divorcios” pero sin nada que la vuelva especialmente memorable. Suenan de fondo las canciones de musicales de Brodway para hacerla parecer un clásico, pero se extrañan las locuras de La guerra de los Rose (De vito, 1999) o los juegos de tiempo y espacio de Blue Valentine (Cianfrance, 2010) o la poesía de Eternal Sunshine of the Spotless Mind (Gondry, 2004). Como toda película de diálogos, las líneas son buenas, pero las innovaciones en la temática de los parlamentos, nulas.
En esta temática, el cómico Louis C.K. tiene un monólogo famoso en Youtube donde insta a la gente a divorciarse: señala que desde que lo hizo nunca se ha llevado mejor con la que fuera su esposa, que nunca ha sido mejor padre en su vida y que no se arrepintió jamás de haberse divorciado. Entre risas incluso recomienda a los solteros de su audiencia casarse para poder llegar a ese cénit, el divorcio, que se hace, dice, más fuerte cada día. “Nadie lucha contra su divorcio, nadie dice que su divorcio se está haciendo pedazos”, señala y con esas líneas devela un misterio inexpugnable: el divorcio es la única fase definitiva de la historia de un matrimonio.
Siguiendo a Louis, así como todos los amantes creen que están inventando algo cada vez que se enamoran, todos los divorciados creen que están rompiendo algo cada vez que llegan a un juzgado. Nada menos cierto y nada menos original que un divorcio en 2019. Pero a juzgar por la insistencia de Baumbach en el asunto, pareciera que algún trauma infantil se le cuela en sus películas, ya que ¡voila! sus padres se han divorciado durante su adolescencia. Con Marriage Story parece seguir intentando entenderlos, casi treinta años más tarde, con su Brooklyn natal de fondo y todo. A Freud (y a Netflix) le gusta esto.

Fourteen: Con el amor nunca alcanza (2)

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Todos tenemos o hemos tenido a ese amigo o amiga que siempre está peor que nosotros, que siempre tiene más problemas que nosotros, que siempre parece necesitarnos sin mediar excusa verosímil u hora de la madrugada. Todos tenemos o hemos tenido esas relaciones extra familiares donde pareciera que el amor es la excusa para el abuso o que el mero hecho de haber sido amigos “tanto tiempo” sirviera para sostener cualquier tipo de daño o agresión porque  “ya somos como de la familia”. Con los amigos, esas “familias elegidas” que vienen a reemplazar muchos vínculos tradicionales (hermanos, padres) todo está permitido, incluso lo impensado. Pero a veces, a veces no alcanza.
En estas aguas entre la dependencia emocional y la incapacidad de la ayuda al otro navega Fourteen, la sexta película de Dan Salitt, que cuenta la historia de dos amigas de la adolescencia que, con el tiempo van distanciándose hasta lo imposible, incluso a pesar de los intentos de ambas de sostenerse en sus roles de víctima-muro de los lamentos a través de los años.
Según la sinopsis, la peli va de que la joven Jo se vuelve cada vez más disfuncional mientras su amiga Mara, de carácter más estable, desarrolla su vida mientras contempla el inexorable proceso. Y ahí el quid de la cuestión, en el que Salitt deja un mensaje más bien pesimista y oscuro, aunque la película parezca más un canto a la amistad incluso al punto de llegar al síndrome de Estocolmo más rancio: el proceso de deterioro de Jo es inexorable porque no depende ni de Mara ni de nadie, por más cariño que exista entre ellas. Y es que en definitiva, el amor nunca alcanza, el amor no va a ayudar a la enferma psiquiátrica porque lo que la enferma psiquiátrica necesita es otra cosa, que nunca se termina de entender bien qué es, etc. etc. En palabras de Almódovar en Dolor y Gloria: “El amor no basta para salvar a la persona que amas”.
Por dudoso que parezca que Salitt haya copypasteado esta idea del director español, la noción de la futilidad del amor en términos de enfermedades psiquiátricas (en caso de Dolor y Gloria es la adicción a la heroína y en caso de Fourteen la depresión clínica) sobrevuela todo el film, haciendo estallar en pedazos cualquier expectativa de happy ending al final, con el suicidio de la depresiva y el llanto de la no depresiva sobre su cadáver. Vista desde ese momentum dramático, se percibe en toda la película un tufillo en resignación nihilista y a la vez una necesidad imperiosa de que alguien ponga negro sobre blanco en la relación tóxica que une a estas dos antes de que ese final se vuelva absolutamente inevitable.
Con una estética naturalista y cercana al mumblecore americano, donde los diálogos son todo y más aún los silencios entre las protagonistas parecen responder a los sobre entendidos que se construyen con los años, Salitt redondea una película perturbadora, siguiendo la saga de The Unspeakable Act (2012) en la que se adentra en el melodrama del incesto. En este caso el melodrama viene no solo de la muerte de una de las protagonistas sino de la incapacidad de ambas de quererse sin construir un tándem victima/victimario en el que se basa su relación.
Con todo, Fourteen recuerda por momentos a Boyhood (Linklater, 2014) en su narrar el inexpugnable paso del tiempo de manera muy natural pero por más realismo que exude hace extrañar filmes en los que la amistad tome un tono más épico o menos derrotista, incluso con la muerte de una de las protagonistas al final. Sin llegar al tópico de Thelma y Louise (Scott, 1991), muchas películas en el camino logran retratar ese vínculo con menos abuso y más compañerismo.

Fin de siglo: Con el amor nunca alcanza (1)

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Ganadora del último Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, la opera prima del diseñador Lucio Castro, argentino residente en Nueva York, abrió el Festival de Cine LGBTI+ de Madrid este año.  Cuenta la historia de dos hombres que se conocen a través de una app de citas en Barcelona pero que en realidad ya se habían conocido 20 años antes en la misma ciudad.
Admirador de Rohmer y consiente de que su película le es heredera, Castro comentó en una entrevista que lo que intentó fue retratar “Cómo se vive el amor a los 20 años y cómo cambia eso a los 40”, explicando tras su propia experiencia en el tema que ambas subjetividades son disímiles y pueden incluso eclosionar en su comparación. Con este objetivo Castro pone a sus personajes en tres situaciones diferentes: cuando se conocen circa 1999, cuando se reencuentran luego a través de la app y cuando finalmente han formado una familia juntos, pero lo hace de una manera que impide al espectador saber a ciencia cierta cuál es el verdadero encuentro y cuál la fantasía de los personajes.  
Aunque en la forma Fin de siglo recurre a elipsis y saltos en el tiempo que podrían invocar a Memento (Nolan, 2001) o El efecto mariposa (Bress y Gruber, 2001) la trama mantiene un continuum que recuerda a la famosa trilogía Before de Richard Linklater, solo que no deja claro nunca cuál de las tres realidades paralelas con las que juega es realmente la existente.  
Y he ahí el acierto de la película: jugar a dos bandas entre lo que realmente existe y lo que podría ser sueño, imaginación o fantasía. Para eso Castro recurre a dos estrategias simultáneas: por un lado se escapa de la estructura de flashback tradicional al no caracterizar distinto a sus personajes con 20 años más o menos y por otro lado lleva la historia a un fastforward inesperado, en la que la naturalidad se mezcla con la abulia de una pareja tras 20 años juntos. ¿Qué es verdad? ¿Qué está realmente sucediendo? Imposible descifrarlo.
Sin embargo, hurgando un poco más entre el qué y el cómo se expresan estas ideas en la película vemos que Castro logra que la historia de sus personajes siga hacia adelante mientras juega con esa sensación que generalmente aborda a los amantes en su primer encuentro romántico de “conocerse de otra vida”. La frase es dicha exactamente así por Ocho, interpretado por Juan Barberini (“Siento que te conozco de antes”) y deja al descubierto el engaño: lo que pensábamos que era una crónica del amor líquido tecno-posmoderno  pasa a ser un manifiesto del amor más conservador (que reproduce sin asco el “Ment-to-be” más hollywoodense de todos). Para colmo, los personajes terminan casados con hijos, siendo felices y comiendo perdices. ¿Qué más se puede pedir de una historia romántica? Spoiler alert: Nada más, gracias.
Arriesgada tanto en relación a las escenas de sexo explícito como en el abordaje formal que usa para contar, Fin de siglo se ganó el mote de “la película gay del año” según Indiewire, lo que conspira para que sea abordada como una expresión del paso del tiempo en las relaciones, mucho, mucho más allá de la orientación sexual de quienes las componen. Sin embargo, ver a dos hombres en pantalla sosteniendo un vínculo de más de 20 años también puede servir para romper algunas normas preestablecidas de lo que se supone que son las relaciones homosexuales en el siglo XXI, atravesadas de prejuicios y generalizaciones, casi siempre errados.

lunes, 2 de diciembre de 2019

La odisea de los giles: La ética pobre y la épica tercermundista

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“La última de Darín” es una película sobre gente pobre del 3er mundo que se autodefine ya desde el título como “gil” (RAE: simple, incauta) pero que esconde algunas moralejas no tan simples, que podrían coger desprevenidos a unos cuantos que creen que están viendo una comedia a lo “Atraco” tradicional con ribetes de cultura rioplatense.
Basada en la novela La noche de la usina de Eduardo Sacheri -historiador argentino y ya consagrado escritor- guionista con El secreto de sus ojos (Campanella, 2009)-, ganadora del Premio Alfaguara en 2016, La Odisea está dirigida por Sebastián Borensztein, que se llevó el Goya en 2011 por Un Cuento Chino (también con Darín) y que dirigió y escribió la genialísima La suerte está echada (2005). Tiene un elenco estelar (más de un Darín ya es vicio) y una co producción argentino española que se ve en todos los cuidadísimos aspectos técnicos.
El plot gira en torno a un grupo de campesinos que es estafado por un banquero inescrupuloso cuando intenta tomar un préstamo para poner en pie una vieja empresa de aprovisionamiento de granos como una cooperativa. La crisis del “corralito” argentino del 2001 –en la que el guionista de Years and Years bien podrían haberse inspirado para mostrar el quiebre de bancos en su aclamada distopía- sirve entonces de telón de fondo para una lucha subterránea entre el bien y el mal. Los pobres: buenos y giles. Los bancos: malos e inescrupulosos.
Lo que sigue es la elaboración y puesta punto de un plan para vengarse del malísimo Tío Sam y robar lo robado a través de estratagemas que recuerdan a Logan Lucky (Soderbergh, 2017) o Granujas de medio pelo (Allen, 2000) con acento boludo y mucha de la picardía argentina que lleva impresa la marca Sacheri hasta la médula y retoman en Luis Brandoni y Los Darines (padre e hijo) las formas perfectas para los fondos clásicos del “heist” tradicional: los ladrones son siempre más queribles que los policías (o los banqueros).
Pero cuidado, que uno de los Darines lo dice con pelos y señales cuando se pone en evidencia: “Nosotros no somos chorros –ladrones- ese dinero nos pertenece”. He aquí el tono épico de la miseria, del robinhoodismo más galopante del costumbrismo del subdesarrollo, he aquí la epítome de la justicia de los de abajo contra los de arriba. He aquí, señoras y señores, una aburridísima moraleja.
Con ambientaciones muy logradas desde el vestuario y la música de la época, la película se corona con un tufillo costumbrista digno del mejor Campanellismo porn explicit level con sobremusicalizadas escenas de explosiones, persecuciones, abrazos bajo la lluvia y un claro final modo “el bien siempre triunfa” que nos deja satisfechos y bien sentados en las butacas. Y comieron perdices porque cuestan menos que un pollo, faltaría decir, pero no abusemos.

El Irlandés: Machirulismo explícito en streaming

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No se puede decir nada de una película de Scorsese. Si dices que es buena todos te dirán que chocolate por la noticia y si dices que es mala te dirán que cuántas películas has hecho tú para poder decir algo de Scorsese. Además, este año salió Joker (Phillips, 2019), que le roba todo a Scorsese, que es una redundancia de Scorsese, es una gangbang de scorsesismo, el punto más alto del scorsesisimo desenfrenado, vamos, la hostia. Y es la película del año. Joker, no El Irlandés. Porque El Irlandés más bien parecen 3 o 4 películas, ya no desde la monótona y repetitiva trama sino desde la duración que, huelga decir, conspira para considerarla una mini serie mal estructurada o una serie de 6 capítulos acortada en los extremos.
Con todo, cuando parece que nada podría decirse de Martin que no se haya dicho ya,  se leen copiosos análisis de El Irlandés en los que se destaca su destreza técnica (pero tío, es Martin Scorsese, qué esperabas), las magistrales actuaciones (esos actores están dirigidos por Martin Scorsese, joder, lo que faltaría es que lo hagan mal) y la construcción de un universo único e irrepetible (pero si dirige Martin Scorsese, coño, todo tengo que explicarte).
Lo curioso de la experiencia de ver en Netflix (amo y señor de las series) al que es considerado uno de los mejores directores de cine del siglo XX, es que muchos de los temas que aborda en su filme ya han sido retratados (mejor y de manera más entretenida) por otros productos televisivos (no producidos por Netflix). A saber:
  • Los mafiosos son tipos normales que tienen familia y sentimientos. Sí. Correcto. Durante seis temporadas Tony Soprano supo hacernos entender que la gente que mata gente también quiere gente a la que no mata. Siguiente pregunta.
  • Las décadas del 50/60/70 fueron convulsionadas en Estados Unidos. De acuerdo, bien se encarga Mad Men de señalarlo con mucha más elegancia y ¡OH NO! ¡personajes femeninos con cosas para decir! ¡Vaderetro!
  • Los sindicatos son un nido de víboras del que no sale vivo nadie. Quién lo hubiera dicho. Ya David Simon logró desentrañarlo en la segunda temporada de The Wire.
Solo Martin Scorsese puede permitirse el lujo de poner un par de señores a discutir sobre movidas de señores que matan señores en 2019 y encima distribuirlo world wide con la plataforma más nociva para el consumo de cultura de la última década.
Solo Martin Scorsese puede desperdiciar a Ana Paquin y hacerla parecer una mujer florero.
Solo Martin Scorsese puede olvidarse de que es Martin Scorsese y hacer una película tan Martin Scorsese que no parezca un copycat de sí mismo.
En fin.
Siempre dudé si Al Pacino y Rober de Niro no eran la misma persona. Spoiler alert: Sigo sin descifrarlo.

The Farewell: En China las cosas son así y punto

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Resultado de imagen de the farewell¿Cuántas películas chinas has visto en tu vida? Pues bien, aquí tienes una película todo lo china que puede ser una película china. Esta es la película china total. Te muestra todos los aspectos de la cultura china que puedes aguantar, y aún más, y más, y un poco más también, por si te quedas con ganas.
Cuenta la historia de una señora mayor china que se va a morir pronto. Entonces toda la familia (que no vive en China) va a verla, pero no le dice nada a la señora sobre su enfermedad e inminente muerte. En el medio hay una boda de mentira, para que la abuela crea que toda esa gente no está asistiendo a su funeral adelantado sino al conclave del matrimonio de su nieto. Y muchas cosas chinas. Lo importante es que todo sea lo más chino que puedas entender. ¿Entiendes?
Mientras tanto se suceden los traumas típicos de los exiliados: el desarraigo, la nostalgia, el ser y no ser, el estar y no estar, pero siempre superficialmente. Al mismo tiempo la única nieta de la agonizante abuela parece que va a dejar de fingir a cada momento, pero se contiene. No puede sentir demasiado nada porque eso no sería demasiado chino. No sería verdaderamente chino, eso de sentir, o sentir mucho, o sentir de verdad.
Porque en definitiva, esta peli va de “La Verdad” con mayúsculas y en negrita. Frente a la exigencia de la occidentalizada nieta que pide a gritos que le digan la verdad a su abuela, la familia se impone: “En China no decimos la verdad -le corrige su tío- la familia se encarga de cuidar a sus miembros de la verdad, haz vivido en Occidente demasiado tiempo”. Si consideramos que China es el único país del mundo con pena capital que no informa a la ONU sobre la cantidad de ejecutados por el Estado en su territorio, todo cierra.
Por su parte, Lulu Wang, la directora y guionista, que ha nacido en Beijing pero ahora vive en Hollywood, también parece temerle a la verdad verdadera: ha confesado que las historias de la película son parte de su propia tradición familiar pero que quiso amenizarla con algunos giros cómicos. Ya lo dijo Paco Umbral: lo que no es autobiográfico es plagio.
A medio caballo entre El club de la buena estrella (Wayne Wang, 1993), Memorias de Antonia (Marleen Gorris, 1995) o Las invasiones bárbaras (Denys Arcand, 2003), la película navega entre la extravagancia de mostrar “Esto es China” y no llega nunca a profundizar en las relaciones entre los miembros de la familia. Peca de documentalista y un pelin for export ya que redunda en explicaciones sobre las costumbres que alejan al espectador de la dinámica real –emotiva- de aquellos que las llevan adelante.
Con imágenes hermosas, plagadas de lugares comunes chinos que podrían sonar insistentes pero a la postre son lo que un occidental espera ver del cine asiático (hojitas en el viento, cielos celestes, un pajarito inocente) The Farewell parece contener un agujero de gusano extraño en sí misma: ¿No seremos demasiado occidentales para saber apreciarla?

Parásitos: Los malos son ricos y los ricos son peores


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Ganadora de la Palma de Oro de Cannes 2019, la séptima película de Bong Joon-ho (único director coreano en obtener este premio) parece salida de una clase de formación política de una pequeña agrupación de anarquistas del subdesarrollo en alguna selva perdida en Asia que tiene que formar cuadros militares rápido para que entiendan lo que tienen que hacer si alguna vez se enfrentan al mundo real.
La trama es sencilla por no decir pedestre: un grupo de pijos con ínfulas de clase noble no puede vivir sin la servidumbre a su alrededor porque no saben hacer nada sin ellos, es decir, son parásitos (guiño guiño). Entonces contrata a una runfla de macarras del submundo de los pobres coreanos que por algún motivo que nadie entiende primero no tienen trabajo y después pasan a conformar el elenco estable de la casa Downton Abbey versión KPop. Los pobres no hacen nada más que: cocinar, enseñar inglés, enseñar arte, conducir el coche. Es decir, lo que hacen los pobres en la vida real. Pero ¡Oh! ¿ Entonces quiénes son los verdaderos parásitos? ¡Oh! Qué sutil metáfora de la explotación del hombre por el hombre, oh, por Dios, qué tremendo es que los que tengan dinero vivan de los que no lo tienen, oh por Dios, que injusticia absurda el capitalismo. A Karl Marx le gusta esto.
Con todo, Parásitos podría convertirse en una verdadera “película con contenido político social” si mostrara no solo las contradicciones entre los ricos y los pobres si no las contradicciones de los ricos entre sí (algunos  hasta son buena gente, insólito) o los pobres entre sí (algunos hasta son pobres y malos, como cuando vas a un bar y el servicio es malo PERO lento) o de cómo los ricos se benefician de los pobres de maneras absurdas (no pagándoles un sueldo como han hecho por los siglos de los siglos) o viceversa.
Al final, pareciera que luego de 2hs de clase del Manifiesto Comunista Joon-ho recordó que estaba haciendo una peli coreana, recordó a Tarantino y sacó un par de litros de sangre de la galera para justificar el gentilicio.
¿Adivinen si el pobre mata al rico porque está resentido?
Voilá.

Madre: Lo bueno si breve, mejor

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Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña pueden ser los creadores contemporáneos del cine español más lúcidos y mejor considerados de la escena local. Como tándem creativo han logrado el éxito de la taquilla y la crítica con Que Dios nos perdone (2016), El Reino (2018) y el corto Madre (2017), que se llevó todos laureles hace unos años y los ubicó en la escena internacional a partir de la nominación al Oscar.
Con todo eso en su haber el largometraje Madre tenía una vara demasiado alta para este dúo que, por primera vez abandona el thriller clásico en formato largo y se adentra en el submundo del thriller psicológico, llevando la historia de Madre 10 años después del final del corto que le dio origen.
Con planos vinculados con la naturaleza, encuadres que pretenden hacernos convivir con la protagonista en una soledad autoinflingida y momentos musicales extraños, Sorogoyen intenta crear una película “íntima” que pierde en guión y gana en ambiente, aunque ninguna de las dos cosas termine de cuajar.
La historia de Marta, que perdió a su niño en una playa francesa hace 10 años es la de una mujer que sobrevive en ese mismo lugar y que intuimos ha estado todo este tiempo buscando a su hijo. Nada explica que 10 años después haga una proyección directa con un jovencito francés que tendría la edad de su hijo en ese momento y que no lo haya hecho antes, nada explica cómo y por qué el niño desapareció, nadie explica qué hizo Marta esos 10 años para encontrarlo (realmente).  Lo que vemos es una confusión típica de un dolorido que al perder lo que más quiere solo quiere recuperarlo incluso cuando eso signifique perder también lo poco que construyó desde que perdió aquello.
Las metáforas de los duelos, los fantasmas, los recuerdos que se confunden con los sueños redundan y confunden al espectador en una especie de somñoliencia entre lo que está efectivamente sucediendo (una señora se enrolla con un menor de edad) y lo que queremos que suceda (que la señora recupere a su hijo perdido).
Lejos de la maestría de la elípsis del corto Madre o de los brillantes sobre entendidos y no dichos de El Reino, el guión abunda en silencios que no construyen complicidad con el espectador sino que lo alejan por la inverosimilitud de los sucesos.
Nominada al Goya, Marta Nieto se explaya en situaciones límite que la ponen no solo al filo de la ley sino al filo de la cordura mientras que el increíble Àlex Brendemühl tiene la paciencia que le falta a la familia del niño acosado, que, por otra parte, parece un casanova con apenas 16 años.
Con todo, Madre es una peli edípica sí, quiere tocar ahí donde duele, sí, quiere mezclar el instinto materno con el instinto carnal, sí. Quiere volver el tiempo atrás y llevarnos otra vez al útero, donde todo se mezcla, ok. Pero lo que produce es que querramos volver el tiempo atrás sí, para volver a ver el corto, sí, y para quedarnos ahí, sí, aunque el niño se pierda, sí, aunque nunca sepamos si lo encontrará.