“La última de Darín” es una película sobre
gente pobre del 3er mundo que se autodefine ya desde el título como
“gil” (RAE: simple, incauta) pero que esconde algunas moralejas no tan
simples, que podrían coger desprevenidos a unos cuantos que creen que
están viendo una comedia a lo “Atraco” tradicional con ribetes de
cultura rioplatense.
Basada en la novela La noche de la usina de Eduardo Sacheri -historiador argentino y ya consagrado escritor- guionista con El secreto de sus ojos (Campanella, 2009)-, ganadora del Premio Alfaguara en 2016, La Odisea está dirigida por Sebastián Borensztein, que se llevó el Goya en 2011 por Un Cuento Chino (también con Darín) y que dirigió y escribió la genialísima La suerte está echada
(2005). Tiene un elenco estelar (más de un Darín ya es vicio) y una co
producción argentino española que se ve en todos los cuidadísimos
aspectos técnicos.
El plot gira en torno a un grupo de
campesinos que es estafado por un banquero inescrupuloso cuando intenta
tomar un préstamo para poner en pie una vieja empresa de
aprovisionamiento de granos como una cooperativa. La crisis del
“corralito” argentino del 2001 –en la que el guionista de Years and Years
bien podrían haberse inspirado para mostrar el quiebre de bancos en su
aclamada distopía- sirve entonces de telón de fondo para una lucha
subterránea entre el bien y el mal. Los pobres: buenos y giles. Los
bancos: malos e inescrupulosos.
Lo que sigue es la elaboración y puesta
punto de un plan para vengarse del malísimo Tío Sam y robar lo robado a
través de estratagemas que recuerdan a Logan Lucky (Soderbergh, 2017) o Granujas de medio pelo (Allen, 2000) con acento boludo
y mucha de la picardía argentina que lleva impresa la marca Sacheri
hasta la médula y retoman en Luis Brandoni y Los Darines (padre e hijo)
las formas perfectas para los fondos clásicos del “heist” tradicional:
los ladrones son siempre más queribles que los policías (o los
banqueros).
Pero cuidado, que uno de los Darines lo dice
con pelos y señales cuando se pone en evidencia: “Nosotros no somos
chorros –ladrones- ese dinero nos pertenece”. He aquí el tono épico de
la miseria, del robinhoodismo más galopante del costumbrismo
del subdesarrollo, he aquí la epítome de la justicia de los de abajo
contra los de arriba. He aquí, señoras y señores, una aburridísima
moraleja.
Con ambientaciones muy logradas desde el
vestuario y la música de la época, la película se corona con un tufillo
costumbrista digno del mejor Campanellismo porn explicit level
con sobremusicalizadas escenas de explosiones, persecuciones, abrazos
bajo la lluvia y un claro final modo “el bien siempre triunfa” que nos
deja satisfechos y bien sentados en las butacas. Y comieron perdices
porque cuestan menos que un pollo, faltaría decir, pero no abusemos.
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