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viernes, 26 de mayo de 2023

Un cuento x semana #33: Oporto

Merced a los problemas financieros que acarreaba desde siempre, por los que abandonó su Perú natal, atiborrado de deudas impagables que lo habían arrojado a la aventura de emigrar a España, Roly abusaba del signo Euro en su repertorio mental desde que se despertaba hasta que se dormía. La escueta paga que recibía como camarero en el bar de copas del centro de Madrid, donde habían aceptado contratarlo aún dada su irregular situación migratoria, le alcanzaba apenas para cubrir sus gastos diarios, el tabaco de liar, unos cubatas a la semana y nada más. Todavía quedaban pendientes en su agenda los dólares que había robado de su tía Margarita y que su madre había tenido que cubrir por él en Lima y varias transferencias realizadas por su familia en la dirección opuesta a la que suele ir el dinero a través del Océano Atlántico. Muy a su pesar, tras un año y medio en el viejo continente, todavía seguía siendo un sin papeles que viajaba en transporte público del centro hasta Aluche a diario para compartir piso con cinco panchitos de peor calaña que él, todos indocumentados, un par al borde del delito. Fue por eso que aceptó el segundo trabajo por la zona de Oporto y tiene ahora que tomar el metro en esa estación de madrugada, para volver a su casa.

El suicidio (del latín: suicidium) es el acto por el que una persona se provoca la muerte de forma intencionada. Por lo general es consecuencia de un sufrimiento psíquico derivado o atribuible a circunstancias vitales como las dificultades económicas.

Lo primero que lo asalta es el reloj de la estación, que marca que faltan todavía catorce minutos para que llegue el próximo coche. Tras la molestia por la demora, descubre encima que su teléfono móvil se quedó sin batería, por lo que no podrá escuchar a su amado Daddy Yankee mientras espera. Acto seguido se sienta en uno de los bancos del andén completamente vacío a ambos lados de las vías y mira hacia la nada, cansado. Unos segundos después aparece en la plataforma de enfrente un hombre mayor, canoso, vestido como si fuera a una fiesta que va de suyo no sucede en Oporto, zona de negocios tristes y gente pobre. Ni bien llega al andén se sienta con sus piernas colgando sobre las vías. Roly estupefacto solo atina a levantarse de un salto casi en sincronización con el descenso del viejo y lo mira fijo, sin hablar.

Los métodos de suicidio varían por país. Los más comunes son el ahorcamiento, el envenenamiento con plaguicidas y la manipulación de armas de fuego. Esta fue la causa de muerte de 817 785 personas globalmente en 2016, ​ un aumento en comparación con las 712 344 muertes por esta razón en 1990.

Roly chequea el reloj del andén de enfrente y lee que faltan 10 minutos para que llegue el coche. Atina a gritar:

-¡Oiga, ¿qué hace?!

Como toda respuesta el hombre del andén opuesto saca un paquete de cigarrillos de su traje y prende uno, con la absoluta libertad de saber que aunque esté infringiendo la sacrosanta ley que prohíbe fumar en espacios públicos, está por saltarse varias normas más que bregan por el normal desarrollo de la sociedad occidental. Luego de dar una profunda calada al cigarrillo y exhalar el humo, responde:

-Espero el metro ¿y tú?

Asombrado por la tranquilidad que desprende el viejo, que ondea las piernas como si fuera una niña en un columpio mientras fuma, Roly asume que no va a poder hablar con él mientras tenga las vías entremedio y se lanza a las escaleras para pasar de lado. Su teléfono muerto le impide llamar a la policía pero espera dar con algún empleado en la entrada que pueda ayudarlo.

Para prevenir el suicidio resulta útil abordar las causas y circunstancias a través de psicoterapia. Algunas medidas efectivas del momento inmediato y previo al acto suicida son limitar el acceso a los métodos o el abuso de sustancias.

En la zona de controles, ya sudando, Roly no encuentra a nadie, ni trabajador del metro ni usuario. Siendo casi la una de la madrugada entiende que no es de la mano de un tercero de donde vendrá la solución a la emergencia que está viviendo. Duda un instante en salir por los torniquetes y volver caminando a su casa, pero, confundido, atina de forma autómata a correr hacia las escaleras y llegar al otro andén. Una vez allí, comprueba de nuevo que ambos lados de la estación están vacíos y ve al hombre de traje sentado, calmo, fumando. Si bien mide rápido que su propia contextura es mucho más pequeña que la del viejo y evalúa por un instante arrastrarlo hacia la zona segura del andén, primero, en shock, decide hablarle.

-Oiga, ¿qué está haciendo? –le grita a una distancia considerable, como si lo que sea que padece el anciano fuera contagioso.

-Ya te dije, espero el metro –contesta el viejo muy calmo.

-Pero ¿Qué le pasa? -sigue gritando Roly.

-Nada especial, la verdad.

-Escúcheme, seguro tiene familia –dice Roly ya en un tono más bajo, acercándose.

-Seguro.

-Y seguro su familia no querría que Ud.

-¿Qué yo qué?

Roly cae en cuenta de que no va a inmutarlo con palabras, su limitado dominio del lenguaje y las barreras idiomáticas que lo separan de un español de pura cepa como el viejito de traje que tiene enfrente reducen aún más su capacidad de argumentación. En un arrojo de demencia, luego de mirar el reloj y ver que faltan siete minutos para que llegue el metro, se sienta a su lado con las piernas colgando sobre el andén.

La visión social del suicidio está influenciada por la cultura y la religión. El cristianismo lo considera un pecado, debido a su creencia en la santidad de la vida mientras que algunas estadísticas señalan que las tasas de suicidio son más altas en el ateísmo. El factor protector de la religiosidad ya fue detectado por el sociólogo Emile Durkheim en su obra "El suicidio" de 1897.

Ambos hombres permanecen en silencio durante unos instantes. Roly, conmocionado y ungido por todas esas tardes en misa que pasó con su madre y la tía Margarita en Lima saca su carta religiosa y dice:

-¿No cree Ud. en Dios?

-No.

-¿Ni en algo superior a nosotros?

-No.

-¿Entonces no hay nada que le pueda decir para que no…?

-No.

Con una tranquilidad apabullante y sin el más mínimo signo de miedo, temor o nerviosismo, el viejo saca de nuevo el paquete de cigarrillos y le ofrece uno a Roly, que acepta. Luego de encenderlo, por un acto casi reflejo que no se explica a sí mismo, el peruano empieza también a mover las piernas. Mira el reloj, quedan cinco minutos.

-¿Cuántos años tiene? –pregunta Roly.

-Sesenta y dos –contesta el viejo.

-¿Y a qué se dedica?

-A nada, no trabajo, vivo de rentas.

-Entonces ¿qué problema tan grave puede tener como para…?

-No tiene que ser grave, mientras sea insoportable. ¿Tú soportas todo?

-No, pero…

-¿Nunca lo has pensado? ¿No ves que es la solución perfecta?

-Sí, como pensarlo, lo pensé, pero ¿cuáles son sus problemas?

-Los mismos que los tuyos, supongo, solo que yo sí tengo el coraje de librarme de ellos.

Roly duda un segundo y ve la luz al final de su propio túnel. Contesta:

-Bueno, ya que lo menciona, yo tengo problemas de dinero, muchos problemas de dinero.

Algo en la mirada del viejo cambia. Roly lo percibe y siente que por fin ha logrado impactarlo. Mira el reloj, le quedan sólo dos minutos, pero arremete entusiasmado:

-Oiga, ya que Ud. tiene tanto dinero, ¿por qué no me presta un poco? Necesito solamente cuatro mil Euros para pagar mis deudas.

-Pero, ¿qué me cambia a mí darte a ti dinero?

-Pues que Ud. podrá sentirse útil, hacer algo, contribuir.

-¿Contribuir a qué? Si tú te metiste en deudas pues tú deberías pagarlas, no yo.

-Vale, vale –replica Roly- pero si Ud. me da a mí dinero, tendría que vivir para cobrarme y podríamos salvarnos, sabe, el uno al otro, usted me salva a mí de mis deudas y yo, pues, de esto.

Pese a que el 79% de los suicidios de todo el mundo en 2019 se registraron en los países de ingresos bajos y medianos, la tasa más elevada, de 11,5 por 100 000 habitantes, correspondió a los países de ingresos altos, en los que, además, se suicidan casi tres veces más hombres que mujeres.

Roly ve el cartel de “Próximo tren va a efectuar su entrada en la estación” y mira al viejo a los ojos.

-Vete de aquí, sudaca– dice.

Y se lanza a las vías.

Roly saca sus piernas del andén muy rápido y se levanta de un salto. Escucha el sonido del metro a sus espaldas mientras se arrastra hacia la salida. Tendrá que caminar casi tres kilómetros hasta su casa en Aluche. Sabe que verá el amanecer.

viernes, 19 de mayo de 2023

Columna de Cine&Series #25: "¡Síganme!" la nueva serie de Amazon sobre la política argentina

 

Un cuento x semana #32: Hombres muy hombres

Todo lo que no sea Rebecca en este momento es Rebecca. Rebecca impregna como un magma la realidad, como si la realidad pudiera integrarse en un solo nombre, unívoco, indistinto, total. Rebecca y sus mejillas, Rebecca y sus ojos, Rebecca y su olor. Hay algo de ese olor que contiene todos los olores, todos los oscuros olores desde el basural más recóndito en la India hasta las perfumerías de París. Todo es Rebecca, con esa doble C tan molesta, que huele a corazón, que huele a carne, coger y comer, correr y cocer, todo con C, doble C, las palabras con doble C que no existen en este idioma salvo por ella, su olor, su nuca.

-¿Hoy nos toca, no? –me dice Laura parada frente a la cama mientras intento leer Hombres muy hombres de Wilbur Smith y solo pienso en Rebecca, anoche, su olor.

-¿Qué cosa? –respondo.

-Ya te olvidaste otra vez, es sábado, nos toca –rezonga Laura y se pone las manos en la cintura como protestando con el cuerpo entero porque se da cuenta rápido de que no quiero ni tocarla con un puntero láser.

Se me debe notar, se me debe ver en las pupilas, la dilatación del orgasmo, la doble C de Rebecca se me debe ver en cada poro, el brillo, el sudor, su lengua, sus uñas en mi espalda, debo tener una C en cada pupila, es obvio, cómo salgo de esta ahora, pienso, y cierro el libro al mismo tiempo que Laura se va enojada al baño.

Le digo:

-Dale, vení, no seas así, ponete el perfume ese con feromonas que te regaló tu mamá, prendo la vela esta que está acá, dale.

Silencio.

Abro el libro otra vez y oigo la ducha. No sé si se va a bañar para querer coger después o se va a bañar para llorar sin que la oiga y listo, pero me da igual porque lo único que me interesa en este momento es Rebecca o Wilbur Smith o cómo sería una novela sobre Rebecca y yo cogiendo todos los días de nuestra vida hasta que la muerte nos separe escrita por Wilbur Smith vendiendo millones y millones de ejemplares en todo el mundo. Respiro hondo. Son ya quince años con Laura. Si todavía seguimos cogiendo, pienso, es gracias a que ella me dijo que teníamos que hacerlo todos los miércoles y sábados porque “La organización vence al tiempo”, me dijo también, citando a Perón.

Una novela de Wilbur Smith en la que Perón se coge a Rebecca y yo me cojo a Laura. Una novela de Wilbur Smith en la que Perón se coge a Laura para que yo pueda cogerme tranquilo a Rebecca todos los viernes y los sábados y los días sin nombre.

Una novela.

Una sola.

En la que yo no tenga que dejar el libro ahora en la cama, sacarme el pijama, las medias, los calzoncillos.

Una novela en la que Wilbur nos haga decir a Laura y a mí cosas como “Qué linda que estás hoy” o “Me sorprendiste” o “No te pongas así, tonta” y nos haga besarnos y nos haga coger debajo de la ducha.

Una novela de quinientas páginas que presente al principio a Rebecca como espía de la CIA pero que en realidad sea una doble agente del Mossad y yo no sienta culpa por haberme comido todo su cuerpo anoche mientras entro a la ducha y le digo a Laura:

-No te pongas así, tonta.

Y ella no diga llorando debajo de la ducha:

-Es que es sábado, vos sabes que los sábados nos toca.

Una novela de Wilbur Smith en la que los sábados no existen porque con Rebecca cogemos todos los días y ella grita y me araña la espalda y solo llora cuando acaba en mis brazos y yo pienso que jamás voy a morirme.

-Podríamos variar eso de los días –le propongo a Laura mientras la beso en el cuello sabiendo que todos los viernes de acá hasta el fin de los viernes voy a cogerme a Rebecca después del trabajo, después de las copas del trabajo, después de las risas y los chistes y esas dos C que me enloquecen más que las dos tetas que tiene y que tengo ahora adelante mío y chupo con obediencia, como sin saber qué tetas son o si son las C o las D o las E.

-¿Cuál es el problema con los días? Hace años que nos funciona bien así –responde ella mientras me pone champú en la cabeza.

-Ninguno, ninguno –me arrepiento y el champú me empieza a caer en los ojos y entonces los tengo que cerrar y menos mal porque sigo pensando que se me debe ver una C en cada pupila.

-Cerrá, cerrá que se te va a meter todo –dice Laura cuando me enjuaga y ya solo con que diga meter pienso otra vez en anoche, en anoche, en anoche y las otras noches, todos esos viernes y sábados que me quedan por delante en toda esta vida que se me suspende entre meter, sacar, la doble C y Wilbur Smith.

Abro los ojos y ahí está, mi mujer, la madre de mis hijos, la que me aguantó tantos años con indolencia y abnegación. Eso no es amor, esto es amor. La que se ocupó de que fuéramos al dentista, al pediatra, al psicólogo, al sexólogo. Sí, es esto. La que me incentivó para que cambie de trabajo y conozca a Rebecca y sienta esto. La que me lava la cabeza como una madre, me compra las novelas de Wilbur Smith y cita a Perón para coger. Esa mujer, que no es esto, sus ojos miro ahora cuando puedo ver en ella eso y no esto y por fin digo:

-Quiero el divorcio.

viernes, 12 de mayo de 2023

Columna de Cine&Series #24: Crítica de "Misántropo" y más novedades sobre Damián Szifron

 

Un cuento x semana #31: Conexión

Pendiente como estaba desde hacía varios días de lo que pasara con Roberto, lo que no pasara con Roberto, lo que sabía que iba a pasar con Roberto pero no quería asumir, como quien decide no darse cuenta que está lloviendo y sale sin paraguas a la calle, Laura miraba fijamente a su marido conectado a un sinfín de cables en la unidad de terapia intensiva del hospital central.

-Lali, desconéctame, por favor, ya basta –pensaba Roberto, lo que quedaba de Roberto, lo que alguna vez había sido Roberto y ahora era un manojo de terminaciones sensoriales conectadas a órganos que no cumplían su función y necesitaban de la electricidad para existir.

Laura no quería, no podía querer, no sabía cómo se hacía para querer hacer lo que todos le habían dicho que tenía que hacer, los médicos, los enfermeros, las hermanas que fueron los días anteriores a llorarlo, a dejarlo ir, a despedirse. ¿Cómo se mata aquello que no vive? se preguntaba ella, mirándolo hecho un vegetal, una pasa de uva, una cáscara de mandarina seca al sol. ¿Cómo vive aquello que no existe? se cuestionaba al verlo así, conectado a cientos de cables con millones de mega watts que no se podían ver ni oler pero se escuchaban a través de pitidos absurdos, ensordecedores. 

-Te lo dijeron todos, mi vida, ya está, ya está, podés hacerte la católica un rato, creer que Dios existe, que encima es benévolo, que encima nos está mirando ahora, si te vieras, Laura, si vieras la cara que ponés, parece como si estuvieras viendo una de esas películas rusas que tanto miedo te daban y soportabas porque te la negociaba por una tarde de sol en el parque, dale, amore, dale, vos podés, yo sé que vos podés.

La última que quedaba por despedirse era Mariana, la hija, la primogénita sobre adaptada que había tenido que sobrevivir a dos padres escritores hasta que no los aguantó más y se fue a vivir a otro país. El vuelo llegaba en varias horas, tenía escala en Sao Pablo, venía de Madrid.

-Ella va a estar de acuerdo, vas a ver, ella siempre fue más inteligente que nosotros dos juntos, Lali, dale, la criamos bien, mirá qué feliz que está en Europa, no te das cuenta, es feliz, nuestra hija es feliz, qué más querés, qué más podemos hacer juntos, ya está, Lali, esperala a ella y salí de acá, este lugar es horrible, hay olor a pis, amoníaco, desesperación.  

“Conforme a la ley vigente en el territorio nacional la persona con más cercanía familiar al paciente es la autorizada por defecto para decidir sobre el destino del mismo en tanto y en cuanto los profesionales de la salud hayan dado un diagnóstico concluyente. En caso de solteros, son sus padres o hermanos. En caso de casados, son sus maridos o esposas. En caso de viudos, sus hijos o familiares a especificar”. Laura leyó el formulario cuando todavía faltaba una hora para que el avión de Mariana aterrice y miró por la ventana del cuarto, que daba a un jardín inmenso lleno de pinos, por donde circulaban médicos y pacientes. Volvió a releer el fragmento más doloroso: concluyente, repitió para sí y giró la cabeza hacia Roberto. Concluyente, le dijo.

-Y si, Lali, sí, es concluyente, es definitivo, es, no sé, buscá sinónimos en Google, búscalo en varios idiomas, decilo en geringozo, en rosarigasino, con lenguaje de señas, decilo como quieras, amore, pero es así. Vos sabés que no lo decidí, vos sabés que hice todo lo que pude, dejar de fumar, deporte, comer menos grasas, vos me ayudaste con todo eso, te acordás esos batidos que me hacías los fines de semana, con semillas de chía, que decías que alargaban la expectativa de vida, qué risa, Lali, ahora vos parecés una semilla de chía, queriendo alargarme este sinsentido, este agujero de gusano, este diagnóstico concluyente.

Mariana llegó al hospital directo desde el aeropuerto. Olía a perfume caro y tabaco, ella no había podido dejar de fumar, menos en Madrid, donde la gente fuma de a dos cigarrillos a la vez. Abrazó a su madre, leyó el formulario, habló con la enfermera.

Cuando el médico llegó a verlas estaban en la puerta de la habitación con los papeles listos. Salieron por el pasillo hasta el jardín de pinos. Estaba hecho, era verdad.  

viernes, 5 de mayo de 2023

Columna de Cine&Series #23: Estrenos de "Planners" y "Misántropo"

 

Un cuento x semana #30: El concurso

Todos los días lo mismo y siempre lo mismo una y otra vez. Una y otra y otra vez. No sé en qué momento esto se convirtió en algo tan aburrido. Se supone que escribir es lo que siempre me gustó hacer. Soy escritor, me defino a diario, y me repito en presente, en primera persona. Sos esto Ernesto, me digo. Ernesto-es-esto. Fin. 

Tuvo que venir Raquel a mostrarme lo del concurso para que mi vida se viniera abajo completamente. “Mirá, Ernest, te van a hacer un concurso homenaje en Ecuador”, me dijo sonriente, mirándome como esperanzada y con ojitos brillantes. Con ese tipo de mirada que usa cuando quiere que le regale algo que sabe que es o demasiado caro o extravagante. Esa miradita de perro mojado que me pone cuando se mandó una cagada, me puso esa tarde, hace una semana, con la carta entre las manos. Esa mismísima miradita me puso, la muy hija de puta, para que yo creyera que lo que me estaba diciendo en realidad era algo bueno, algo que me gustaría escuchar, algo que me haría sentir más escritor de lo que ya me siento. De lo que ya debería sentirme. Pero, en realidad, cómo saberlo. Como saber cómo piensa Raquel, cómo dilucidar qué es lo que para ella significa, en el fondo, realmente, intrínsecamente, que yo sea escritor. Entonces me dije que no, que la consagración era la muerte, y que si entonces para no morirme tenía que dejar de escribir, pues eso, dejo de escribir, pensé, me dije, le dije a Raquel cuando me trajo la carta. 

Y ahora también lo pienso, una semana después, porque todavía no llamé al Consulado de Ecuador para rechazar el ofrecimiento, todavía no decidí, no decido, dejar de ser para volver a ser. Porque se sabe, cuando a un escritor lo usan ya como bibliografía obligatoria, cuando deja de ganar concursos para pasar a ser jurado, cuando lo único que le queda en su vida, al escritor, es ser de mármol, ser un prócer, bueno, es el fin. 

“Cuentos inspirados en la obra de Ernesto Vienés” 10 mil pesos y publicación. Eso ofrecía una especie de asociación de la cultura de un pueblo perdido en un país que no había visitado nunca, al que ahora no querría ir jamás. ¿Cómo inspirados? ¿Qué quiere decir que mi obra “inspira”? ¿Me morí? ¿Estoy muerto Raquel? ¿Vos me ves respirar? Yo no inspiro nada, solo lástima, patetismo, un absurdo vaho de misericordia y nada más. Nada, nada más.  

Entonces qué hago, pienso ahora, qué le digo a los de Ecuador. Que para ser escritor tengo que poder escribir algo digno y dejar de estar en la lista de los “consagrados”. Que me dormí en los laureles del estrellato, que me creí demasiado las críticas de los suplementos culturales y entonces ahora no quiero más. Que vivo feliz leyendo todo el día y mirando películas del neorrealismo italiano con Raquel. Que a veces me emborracho y me acuerdo de Bukowski. Que los domingos evoco a Hemingway, por las ganas absurdas que tengo de suicidarme. Y que eso, recordar escritores, es lo único que todavía me une con ser uno. Eso les digo. Que hace cinco años que no publico nada, que todo lo que escribo me parece una mierda, que no puedo, que no quiero, que no soy, que si no escribo no puedo inspirar a nadie. Eso les digo. Les escribo un mail. Queridísimos compañeros de la patria grande, váyanse a la mierda, muéranse.

“Queridos compañeros de la patria grande: Con gusto aceptaré formar parte de tan distinguido concurso. Me llena de honra que utilicen mi obra como vehículo para inspirar a otras jóvenes plumas. Tengan a bien enviarme una selección de trabajos para que los revise antes de la selección final. Atentamente, Ernesto Vienés”.