Todos los días lo mismo y siempre lo mismo una y otra vez. Una y otra y otra vez. No sé en qué momento esto se convirtió en algo tan aburrido. Se supone que escribir es lo que siempre me gustó hacer. Soy escritor, me defino a diario, y me repito en presente, en primera persona. Sos esto Ernesto, me digo. Ernesto-es-esto. Fin.
Tuvo que venir Raquel a mostrarme lo del concurso para que mi vida se viniera abajo completamente. “Mirá, Ernest, te van a hacer un concurso homenaje en Ecuador”, me dijo sonriente, mirándome como esperanzada y con ojitos brillantes. Con ese tipo de mirada que usa cuando quiere que le regale algo que sabe que es o demasiado caro o extravagante. Esa miradita de perro mojado que me pone cuando se mandó una cagada, me puso esa tarde, hace una semana, con la carta entre las manos. Esa mismísima miradita me puso, la muy hija de puta, para que yo creyera que lo que me estaba diciendo en realidad era algo bueno, algo que me gustaría escuchar, algo que me haría sentir más escritor de lo que ya me siento. De lo que ya debería sentirme. Pero, en realidad, cómo saberlo. Como saber cómo piensa Raquel, cómo dilucidar qué es lo que para ella significa, en el fondo, realmente, intrínsecamente, que yo sea escritor. Entonces me dije que no, que la consagración era la muerte, y que si entonces para no morirme tenía que dejar de escribir, pues eso, dejo de escribir, pensé, me dije, le dije a Raquel cuando me trajo la carta.
Y ahora también lo pienso, una semana después, porque todavía no llamé al Consulado de Ecuador para rechazar el ofrecimiento, todavía no decidí, no decido, dejar de ser para volver a ser. Porque se sabe, cuando a un escritor lo usan ya como bibliografía obligatoria, cuando deja de ganar concursos para pasar a ser jurado, cuando lo único que le queda en su vida, al escritor, es ser de mármol, ser un prócer, bueno, es el fin.
“Cuentos inspirados en la obra de Ernesto Vienés” 10 mil pesos y publicación. Eso ofrecía una especie de asociación de la cultura de un pueblo perdido en un país que no había visitado nunca, al que ahora no querría ir jamás. ¿Cómo inspirados? ¿Qué quiere decir que mi obra “inspira”? ¿Me morí? ¿Estoy muerto Raquel? ¿Vos me ves respirar? Yo no inspiro nada, solo lástima, patetismo, un absurdo vaho de misericordia y nada más. Nada, nada más.
Entonces qué hago, pienso ahora, qué le digo a los de Ecuador. Que para ser escritor tengo que poder escribir algo digno y dejar de estar en la lista de los “consagrados”. Que me dormí en los laureles del estrellato, que me creí demasiado las críticas de los suplementos culturales y entonces ahora no quiero más. Que vivo feliz leyendo todo el día y mirando películas del neorrealismo italiano con Raquel. Que a veces me emborracho y me acuerdo de Bukowski. Que los domingos evoco a Hemingway, por las ganas absurdas que tengo de suicidarme. Y que eso, recordar escritores, es lo único que todavía me une con ser uno. Eso les digo. Que hace cinco años que no publico nada, que todo lo que escribo me parece una mierda, que no puedo, que no quiero, que no soy, que si no escribo no puedo inspirar a nadie. Eso les digo. Les escribo un mail. Queridísimos compañeros de la patria grande, váyanse a la mierda, muéranse.
“Queridos compañeros de la patria grande: Con gusto aceptaré formar parte de tan distinguido concurso. Me llena de honra que utilicen mi obra como vehículo para inspirar a otras jóvenes plumas. Tengan a bien enviarme una selección de trabajos para que los revise antes de la selección final. Atentamente, Ernesto Vienés”.
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