Una cigüeña iba cruzando el desierto en dirección al norte. Estaba sedienta y empezó a buscar agua. Cuando llegó a las montañas de Khang el Ghar, vio una charca al pie de una cañada. Descendió volando por entre las rocas y se posó a la orilla del agua. Luego avanzó y bebió. En aquel momento llegó cojeando una hiena y, viendo a la cigüeña de pie en el agua, dijo:
-Por fin alguien para charlar, bienvenida a mi lugar en el mundo.
La cigüeña sabía que las hienas tenían mala fama pero en realidad solo respondían a su instinto asesino, no había verdadero mal en su corazón. Entendió que esta hiena era del tipo embaucadora ni bien la vio, y le siguió la corriente aunque con desconfianza.
-Muchas gracias, estoy agotada.
-¿Vienes de muy lejos? – dijo la hiena acercándose.
La cigüeña también sabía que si la hiena orinaba sobre alguien, el orín tenía el poder de hacer que cualquiera la siguiera a cualquier parte, así que mientras le respondía se alejó con sutileza. No quería que los prejuicios sobre especies que apenas conocía le impidieran hacer una amiga en ese largo viaje que había emprendido, pero a la vez entendía que estaba jugando un papel en una escena, casi a nivel de fabula para niños.
-Más o menos, voy hacia el norte –contestó.
La hiena entendió el movimiento de la cigüeña como una señal de prevención. Había oído que las cigüeñas suelen trabajar con el sentimentalismo del resto de los animales, por todo el asunto del bebé, París, etc. Se contaba además que nunca viajaban solas y temía que a esos ademanes ingenuos del ave le siguiera una horda de cigüeñas asesinas. Pero también entendía que estaba jugando un papel en una escena, muy cerca de las fabulas para niños, así que olvidó su miedo y siguió acercándose.
-No te alejes, por favor –le dijo- no sabés lo sola que me siento, aquí en Khang el Ghar no hay muchos animales para charlar y en el silencio siempre me consumen los pensamientos.
La cigüeña la vio venir, extendió las alas y las batió para salir de la lagunita. En la orilla correteó rápidamente hacia adelante y se elevó en el aire. Describió un círculo por encima de la charca, mirando a la hiena.
-Me dijeron que no debo acercarme a animales mágicos -dijo- he oído que tienes la vejiga llena de magia.
Dicha la palabra “magia”, la hiena empezó a llorar desconsoladamente.
-Ojalá fuera así, querida amiga, me he quedado sin poderes, me los han quitado para siempre.
Desorientada, la cigüeña entendió que lo que estaba viendo no era más que un pase de magia, pero de la magia verbal, teatral, inocua en apariencia pero sutilmente asesina. Primero se victimizan y luego atacan, pensó. Pero siguió haciendo su papel, porque así es como se educa a los niños. Se posó en una roca y desde allí le habló:
-¿Entonces admites que las hienas tienen poderes?
La bestia seguía lagrimeando, pero acongojada relató:
-Hace unos meses vino una cigüeña, como tú, y empezó a provocarme con que era un ogro y una aberración de la naturaleza. Me hizo muchísimo daño psicológico, me hizo creer que no merecía estar viva.
-Entonces te la comiste -dedujo la cigüeña.
-Ni bien pude, ya sabés cómo es esto del instinto, no es que uno lo racionaliza o puede decir “ahora sí, ahora no”, es simplemente animal.
La cigüeña asintió con la cabeza e hizo silencio como para que la hiena se sintiera cómoda y pudiera seguir contando la anécdota.
-Bueno, también debes saber que son los mismos los que dicen que soy malvada que los que dicen que la cigüeña es santa ¿verdad?
La cigüeña repitió el movimiento de su cabeza y la levantó como con un halo de superioridad moral. Lógicamente eran los mismos los que decían las dos cosas, gente a la que le gusta dividir al mundo entre santos y malditos, buenos y malos, tontos e inteligentes, pensó, pero no dijo nada. La hiena siguió:
-En el preciso momento en el que terminé de comerla, algo en mí mutó y dejé de ser malvada, su carne me purificó y mi orín ahora es santo.
La cigüeña desconfió de la santidad del orín de la hiena, pero sintió compasión por ella, que no solo creía en la magia buena sino también en la magia mala. Dijo con solemnidad:
-Por favor, no digas estupideces, no existe tal cosa como la santidad de mi especie, somos una manga de imbéciles que nos pasamos la vida adornando tarjetas de felicitación de embarazos de seres humanos. ¿A quién se le ocurrió que voy a llevar una sábana colgada durante mi migración anual? Y ahí estamos, reproduciendo el cliché por los siglos de los siglos.
La hiena rió tan inexplicablemente como había comenzado a llorar.
-Y la lista de sinsentidos sigue: no tenemos hogar pero somos monógamas, tenemos un pico gigante bueno para nada y somos ese híbrido intermedio entre la gaviota y el pelícano. Santidad, sí, Dios nos debe haber dado la santidad porque no tenemos otra cosa para ofrecerle a este mundo.
La risa de la hiena se hacía más y más fuerte. Había funcionado la mentira de la cigüeña anterior. Sabía cómo se hacía a la perfección: dorar la píldora, dar lástima, generar culpa y listo. “Cuando le hacés creer a la víctima que es tu victimario, ella solita se pone en tu plato”, recordaba que le había contado un lobo.
La cigüeña notó que anochecía y dijo:
-Ahora ha llegado la noche. Debo seguir mi camino.
Abrió las alas y empezó a volar desde la roca donde se había posado. La hiena escuchaba. Oyó cómo las alas de la cigüeña batían lentamente el aire y, de pronto, el ruido del cuerpo de la cigüeña cuando chocaba contra el acantilado al otro lado de la cañada. Escaló sobre las rocas y encontró a la cigüeña.
-No volveré a caer en esta treta – le dijo la hiena – maldita embustera.
-¿De qué hablas? Por favor ayúdame, ¿no ves que me lastimé? Llévame a tu casa, por favor.
-Si no te hubieras quedado hablando mal de tu propia especie, esto no habría pasado ¿lo notaste?
-Por favor, sólo quería convencerte de que no era peligrosa, no es que me pavoneé ni nada, eso es para los patos, el pico se me haga a un lado.
-Pensaste primero en vos, siempre piensas en vos, nunca consideras al otro. Ahora no pienso ayudarte, voy a hacer como vos y pensar en mí.
La hiena se alejó a su cueva. Su plan estaba saliendo a la perfección. Solo quedaba esperar.
Al día siguiente volvió y vio a la cigüeña muerta. Probablemente otra de sus compañeras de especie había hecho el trabajo sucio. Bien por ellas, si había algo que sabían hacer era trabajar en equipo. Se dedicó a arrastrar el cuerpo muerto de la cigüeña hacia su cueva. Para cuando la otra hiena volviera por su banquete, quedarían apenas unas plumas secas.
Días más tarde se presentó en su cueva una jauría de unas doscientas hienas. A algunas las conocía y a otras no. Todas estaban enloquecidas buscando a la cigüeña, su asesina juraba que desde que la había matado había entendido el sentido de la existencia, que era una santa, una elegida de Dios.
La hiena intentó luchar contra ellas pero fue imposible. Una vez que la mataron, el resto de las fieras logró entrar a la cueva y dar con la cigüeña. Rodearon su cadáver y se reclinaron en señal de veneración. Una de ellas dijo en voz baja: Ave María Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores. El resto de las hienas siguió la oración: Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad.
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