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sábado, 26 de noviembre de 2022

Un cuento x semana #7: Tierra

1.-

Rocío despertó y encontró entre sus brazos a Tobi empapado en su propio sudor. Era su peluche preferido, el que abrazaba fuerte antes de dormir y con el que jugaba a los novios. Nadie sabía que ella lo besaba como se besan en la tele. Nadie tenía por qué saberlo. Lo mejor era que el muñeco podía adquirir varias personalidades: podía ser el príncipe de un cuento que leía en el colegio, el galán de la telenovela de la tarde que miraba con su abuela, el asesino de la serie de detectives que veía con su hermana de noche. Era el mejor de los besos porque era todos los besos. Por eso besó a Tobi esa mañana, como siempre, aunque con repulsión por el sudor.

Ya sentada en la cama, miró por la ventana y divisó el jardín, luminoso, bañado luz matinal. El limonero, las hortensias, todo venía con una luz agregada que la cegaba un poco, pero también la tranquilizaba. Era de día, todo volvía a empezar, la tormenta de la noche había terminado, había pasado, ya está. Concentrada en el jardín, Rocío recordó que debía su nombre a la obsesión de su madre por las plantas. Junto con su hermana Jazmín, ambas llevaban nombres verdes, nombres de la tierra. Ella se sentía tierra.

Con doce años Rocío ya entendía el ciclo de la vida. Sabía que las cosas vivas duraban poco y que con el tiempo mutaban. Que las cosas vivas, sabía, son simplemente energía que circula en el caos del mundo. Así se lo había enseñado su abuela, la bruja, antes de morir. Ahora tenía que conformarse con la abuela paterna, la otra, con la que veía telenovelas. Y aunque también la quería, sabía que ella, sus telenovelas, sus bordados y sus masitas de almendras no eran parte de ese remolino de cielo y tierra que embadurnaba el mundo. La oyó preparar el desayuno en la cocina mientras se desperezaba.

Ya de pie, miró por la ventana otra vez. La tormenta había terminado, comprobó, pero sus pesadillas la acompañarían todo el día. Algo relacionado con su padre, recordó haber soñado, y se sentó a escribir.

Estábamos en una isla, todo alrededor era mar. Queríamos escapar y no sabíamos cómo. Queríamos comer y no sabíamos qué. Nos miramos, papá era como Tobi, pero gigante.

Dejó la lapicera y volvió a mirar por la ventana. Se quedó detenida en el limonero. Extrañaba a su padre. El que la retaba si tiraba el control remoto de la tele, el que se sacaba las camisetas desde atrás. Pero papá había muerto o había huido o había hecho algo muy malo y estaba encerrado. Papá era como Tobi, varias cosas a la vez, pero no ella ya no lo podía abrazar.

La niña dejó la lapicera, dejó de mirar el limonero y dejó la habitación. En su silla quedó una pequeña aureola de sudor.

2.-

Había llegado como un prófugo, como un asesino, como un paria. Era alto, morocho y tenía el cuerpo sucio de ceniza. Ahora estaba durmiendo en su cama y despedía un olor a fuego que gritaba sexo.

Esa mañana, la mañana después de la tormenta, Maribel preparaba café en su hostería sin poder entender qué era lo que habitaba en ese hombre que le generaba esas ganas de todo. Era alto, claro. Ella y los hombres altos, era eso. Era alto y misterioso y estaba sucio y empapado por la lluvia y le rogó quedarse, una noche, sólo una noche, por favor. Maribel no tenía lugar, pero lo dejó entrar. La tormenta había hecho estragos en la ruta y los caminos eran peligrosos, dijo él. La tormenta había hecho estragos en la vida misma y todos los caminos eran peligrosos, pensó ella.

-Mi nombre es Ricardo, necesito pasar la noche porque mi casa se incendió, le puedo dejar el auto como seña y mañana le pago –había dicho.

Tuvo que sacar su peluche para que cupiera en la cama. Tobi, se llamaba, como su primer perro, el peluche. Sí, era una mujer de cuarenta años que dormía con un peluche, cuál es el problema. El problema es que va a creer que soy célibe, pensó Maribel, y lo metió en el armario. Porque había algo, algo más que el instinto de samaritana, algo más que la mera solidaridad. Había peligro, había tierra en esos ojos de prófugo.

Maribel lo dejó entrar, le dijo que sólo tenía esa cama. Su cama. Que le diera un momento, que la acondicionaría. Que sacaría del medio a su peluche para que él no piense que era célibe, eso habría que haberle dicho. Habría que haberle gritado “No soy célibe, no importa con quién duerma, yo sé lo que hay que hacer cuando aparecen hombres altos en mi hotel”. Pero no dijo nada, y durmieron juntos.

-Tengo dos hijas que abandoné –susurró él antes de dormirse.

Esa mañana, mientras hacía café, el inquilino, Ricardo, el que reemplazaba a Tobi y olía a sexo, se le acercó.

-¿Durmió usted bien? – preguntó.

-No sé –contestó Maribel.

-Creo que soñó con una isla.

-¿Cómo sabe lo que soñé?

-Porque me habló en sueños.

3.-

La Claudia les puso nombre de plantas a las hijas porque no tiene raíces, porque no sabe anidar, piensa Raquel, mientras llena la pava de agua. Si supiera anidar podría ponerle nombres de viento, de aire, de sol, podría dejar de jugar a la casita, a las raíces que no tiene, a la jardinería. Podría ponerle nombres de persona y no de plantas a las nenas, que cargan con el estigma de ser vegetales, pobrecitas.

Raquel mira por la ventana y piensa en sus nietas. Piensa en sus nombres, en la tierra, en las plantas. Piensa que su nuera, la madre de sus nietas, es una desdichada. Piensa que su hijo la abandonó, que no tiene perdón de Dios, que es indigno. Como todos los días desde que él huyó, Raquel piensa que engendró a alguien indigno.

Pero se acabó, piensa también esta mañana, con lo que pasó ayer se acabó porque ya estuvo bien de jugar a las escondidas. Si se creía que era impune que se olvide, qué se cree, el muy mierda, que me voy a olvidar de lo que hizo, piensa Raquel, mientras espera que el agua se caliente para el mate y mira por la ventana.

Todo lo que hice, lo hice por amor, si es que es lo único que existe, lo único que realmente existe, sigue diciéndose, pensando, queriéndose convencer de que lo que piensa es verdad, es su verdad, su testamento.

La noche anterior, antes de la tormenta, hizo lo que no supo que estaba haciendo. Rogó a los dioses que le dieran valor. Y lo hizo. Juntó coraje de entre las piedras y le rezó al santo antes de salir. Llevó los dos bidones de nafta que había comprado unas semanas antes. Llevó el encendedor que era del viejo y llenaba de acetona todos los meses, aunque su marido se hubiera muerto años atrás, porque siempre se necesita un encendedor cuando una es sola, nunca se sabe. 

Lo voy a hacer y lo estoy haciendo, se repetía Raquel, determinada, la noche que salió con dos bidones de nafta y un encendedor a prender fuego la casa a su hijo. Porque es indigno, decía Raquel, porque es un sorete que dejó a sus hijas y a su mujer y me dejó a mí con ellas para que lo cubra, sorete, sorete.

La lluvia empezó a caer una hora después de que la casa de Ricardo, perdida en la ruta, ardiera en llamas. Cuando él llegó quedaban sólo despojos, apenas cenizas mojadas, tierra. Miró a su alrededor y vio vacío, caminó por la ruta, llegó a una hosteria.

Esta mañana su madre piensa que tiene que alimentar al canario, Tobi, su único hijo digno, su tierra, su verdad.

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