“Un éxito rotundo” dijo la directora cuando le consulté sobre la reunión de padres de la semana anterior. Me sorprendió que semejante artefacto del sistema educativo todavía tuviera sentido del humor. “Un éxito rotundo”, repetí, con similar sarcasmo, en shock. Estábamos ante un aula completamente vacía a las siete y media de la mañana de un lunes de agosto. De mis treinta y dos alumnos de primer grado solo quedaban sus pupitres vacíos y sus dibujos en las paredes.
No había podido ir a la reunión porque me agencié una gripe fulminante que me dejó fuera de circulación una semana. Cuando regresé al colegio, alertada por los mensajes de texto de mis colegas, vi con mis propios ojos lo que me negaba a creer: el cien por ciento de mi alumnado había desaparecido.
En Secretaría decían lo mismo que habían repetido hasta el cansancio la directora, la vicedirectora y las otras maestras: que habían llamado a todas las familias y que ninguna contestó. Se había evaluado convocar a la policía pero estaban esperando que la inspectora extendiera el reclamo a la Superintendencia de escuelas primarias de la ciudad para que fuera autorizado por la Directora de Asuntos Internos, el Superintendente de Registros y el Departamento de legales. Todo ese gesto burocrático podría culminar al año siguiente. Mientras tanto, el aula seguía vacía.
Consulté con varios amigos qué hacer y ellos me aconsejaban que no me preocupara tanto por esas treinta y dos personas que veía a diario y que de buenas a primeras habían decidido abandonarme sin razón aparente. Todos, entre chistes y risas, elucubraban diferentes escenarios: una peste generalizada, un brote de psicosis infantil y otras estupideces igual de inútiles.
Todos me decían lo mismo: “Tomate el año sabático que siempre quisiste”.
Pasaron varios días hasta que reaccioné y decidí que tenía que tomar mis propias medidas de fuerza, no quería que lo que quedaba del año fuera una completa pérdida de tiempo. La directora me prohibió hacer cualquier cosa en horario laboral. Dijo que si no estaba presente cuando viniera la inspección de Superintendencia de Registros habría que generar un informe en el Departamento de Asuntos Docentes del Ministerio conforme la ley de ausentismo vigente y eso demoraría aún más el trámite de la convocatoria judicial a los padres. Pero además, como no sabíamos cuándo vendría la inspectora a visitarnos luego de sus gestiones con el Superintendente de Registros y el Departamento de Legales, me convenía quedarme haciendo tareas pasivas en el colegio. Tareas que, como su nombre lo indica, implican el aburrimiento más hondo que puede tolerar el ser humano.
A la par de la curiosidad sobre las causas del armaggedon estudiantil, comenzaba a generarme un escozor mayúsculo la completa normalidad con la que el resto del colegio se tomaba mi tragedia. Las maestras de los otros cursos me juraban que habían comentado mi situación con sus alumnos, en algunos casos hermanos de los míos, pero no habían obtenido ninguna explicación. Cuando intentaba acercarme a los chicos para preguntarles por sus hermanos, ellas siempre encontraban una excusa para alejarlos de mí.
Más inquietante que el ausentismo absoluto de mi alumnado y la reticencia de todos a explicarlo era el silencio sepulcral del cuerpo docente sobre lo sucedido en la reunión. “Un éxito rotundo”, decían al unísono, casi riéndose en mi cara. Cuando consultaba por detalles, el comentario era unánime: “Lo de siempre, no te preocupes, tomate el año sabático que siempre quisiste".
Fueron días absurdos en los que se mezclaban la incredulidad, la derrota y la paranoia. Necesitaba entender qué estaba sucediendo pero además necesitaba trabajar. Las horas con tareas pasivas en el colegio eran imposibles de digerir y mi situación no generaba el impacto en los demás que necesitaba. Todos seguían con su vida con una normalidad que me resultaba insultante. Y ante mi más mínima consulta repetían lo mismo, como autómatas: “Tomate el año sabático que siempre quisiste”.
A las dos semanas de la desaparición decidí pedir los expedientes de mis alumnos e ir a visitarlos para saber qué era lo que estaba pasando o en su defecto, en qué consistía "el éxito rotundo" de la reunión de padres. Tras negarse a proveerme los datos, la secretaria me explicó que debía solicitarle a la directora autorización para acceder a los archivos. La directora trasladó mi pedido a la vicedirectora. La vicedirectora dijo que esa información pertenecía al colegio y que era ilegal otorgársela a alguien sin una orden judicial. En el caso de querer obtener los datos de mis alumnos, debía interponer una denuncia en la comisaria de la zona, lo que a la vez generaría un expediente judicial y hasta que me asignaran un fiscal para un asunto tan menor podrían pasar meses.
Comencé a desesperarme. Nadie aparentaba querer entender lo que estaba sucediendo. O si lo entendían parecían ser parte de una conspiración para enloquecerme. Les expliqué a la directora, a la vicedirectora y a la secretaria que no podía hacer mi trabajo si ellas no me ayudaban, les pedí que me dieran una pista, algo.
Grité. Lloré. Imploré. Supliqué.
La respuesta fue la misma: "Tomate el año sabático que siempre quisiste”.
Finalmente elucubré un plan alternativo de búsqueda. Esperaría en la puerta de la escuela en el horario de salida hasta que apareciera alguna de las madres de mis alumnos con hermanos en otros cursos. Me conocían, habíamos compartido a diario las vivencias de sus hijos durante ocho meses, tenían que poder explicarme algo. La primera en verme fue Sarita, la niñera de Alma Torres, una de mis alumnas más dóciles.
La encaré quizas con más violencia de la necesaria.
-Sara ¿Cómo está Alma? –dije tratando de que no se me notara la desesperación.
Me miró con indiferencia y dijo:
-Bien, todo bien.
-¿No piensa venir al colegio? – inquirí con un dejo de tono policíaco.
-Eso es decisión de la señora- dijo.
-Pero Sara, no viene hace tres semanas. ¿Pasó algo?
En silencio, la niñera agarró de la mano al hermanito de Alma y comenzó a caminar en dirección a la casa. Esperé un tiempo prudencial y empecé a seguirlos. Entraron a un edificio de torre a tres cuadras del colegio y los perdí entre la puerta y el ascensor, que quedaba al fondo de una estructura gigante. Cuando volví a la escuela ya habían salido todos los chicos y la directora me esperaba en la puerta, fastidiosa.
-Vino la inspectora y no estabas –dijo seria- te pedí que cumplieras tu horario.
No supe qué contestar y me quedé paralizada mirándola como una autista.
-Van a hacerle un sumario a la escuela por falta de personal en funciones –dijo sin inmutarse y siguió –la averiguación de lo otro se frenó hasta que se esclarezca este incidente y a vos te licenciaron sin goce de sueldo hasta nuevo aviso.
-¿Qué? –fue lo único que atiné a decir, con más sorpresa que indignación.
-Se te va a informar cuando puedas reintegrarte y te va a ir a visitar un psiquiatra en estos días, tendrías que esperarlo en tu casa.
-¿No voy a poder salir de mi casa hasta que no me vea? –dije casi gritando.
-Exacto –tiró como en un suspiro, y remató con muchísima sorna lo que estaba esperando oír –Tomate el año sabático que siempre quisiste.
Las semanas siguientes fueron insoportables. Las pasé en piyama mirando televisión, deprimidísima, sin saber qué hacer o qué pensar. Llamar a mis amigos y parientes para pedirles consuelo era una completa pérdida de tiempo. A nadie parecía ya divertirle el misterio de los alumnos fantasma y mucho menos mi angustia. Algunos hasta empezaron a creer en Dios gracias a lo que me pasó. Todos, por supuesto, me decían lo mismo: tomate el puto año sabático que siempre quisiste.
El psiquiatra nunca vino a mi casa. No supe más nada de los treinta y dos nenes, ni de sus padres, ni de sus niñeras, ni del resto de mis colegas. Jamás volví a hablar con la directora, la vicedirectora, la secretaria o la inspectora. Tampoco tuve novedades de la Directora de Asuntos Internos, el Superintendente de Registros o el Departamento de Legales.
Del aburrimiento del ocio pasé a decorar tortas en casa. Ahora las vendo por internet.
A veces sueño que vuelvo a dar clases y me despierto transpirada, gimiendo.
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