No lo soporto, no lo soporto más. Necesito terminar con esto antes de que esto termine conmigo. Necesito poder sacármelo de encima como la caspa, como una basurita en el ojo, como un granito con punto negro, verde, azul, o cualquiera sea el color del que se pone el pus cuando te está diciendo que tu cuerpo ya no lo tolera, no puede albergarlo, no puede siquiera esconderlo, sintetizarlo y/o mimetizarlo. Tengo que decir la verdad como quien tiene que exorcizar para siempre un demonio atrapado entre los gametos de la sangre, ya no entre los glóbulos rojos o blancos. Está tan dentro de mí, me contamina de una forma tal que es imposible crear nada bueno, nada verdadero, nada bello mientras siga corriéndome por las venas la mentira. Voy vengarme del hijo de puta que me rompió el corazón en tantos pedazos como fuera posible, al punto que esas esquirlas se pulverizaron dentro de mí. Planeo contarle a la esposa del Ministro de Justicia de la Nación que tiene una lista interminable de amantes que integré durante cinco años.
Los días no son todos iguales para Moravia. Hay días cortos y días largos. Los días cortos son los que trabaja y el tiempo se le pasa rápido. Los días largos son los que no trabaja. En esos días Moravia se ocupa de sus cosas, que son en general trámites, necesidades de su discreto departamento en Once, como comprar alpiste para el pajarito que tiene en el balcón, cuyo nombre todavía no ha terminado de decidir. Y si bien hace más de un año que lo tiene al bicho, no es muy afecto a los nombres, Moravia, ni a los animales en general. Al pichoncito ese se lo regalo su hermano el Héctor, cuando vino de Corrientes a firmar el plazo fijo la última vez y ahí quedó, no lo quiere especialmente pero tampoco lo deja morir de hambre. Es su compañero. Los últimos años Moravia había perdido más de lo que había ganado. Todo por la bebida, claro, más que nada por las apuestas, pero las apuestas venían después de la bebida o a causa de la bebida o había algo vinculado siempre con eso que lo hacía perder el control. Los días que trabajaba no tomaba. Los días que no trabajaba sí, desde temprano. Empezaba con Cinzano a eso de las once, seguía con vino en el almuerzo y después de la siesta Legui, si se quedaba mirando alguna película.
Todo había sido mentira. Todo. Que nos habíamos mirado especialmente el primer día que nos conocimos. Que sintió algo particular cuando dije su nombre por primera vez. Que le daba mucha curiosidad saber sobre mi vida. Que le parecía más joven de la edad que en realidad tenía. Que le había sorprendido mi altura. Todo era mentira aunque fueran verdades parciales porque con él la verdad no existía. Era una burla, “la verdad”, para él y su sistema de verdades construidas para su conveniencia. Pero yo iba a desenmascararlo, iba a lograr que su vida fuera el infierno en el que se había convertido la mía desde esa vez en la que no nos miramos especialmente y sí nos miramos especialmente, todo al mismo tiempo.
Los días que trabajaba Moravia siempre tenía le misma rutina: se despertaba a las cinco, prendía la radio AM, ponía la pava y miraba por la pequeña ventana de la cocina. Ese huequito daba un pulmón de manzana horrible, pero le gustaba ver si había alguien despertándose al mismo tiempo que él. Fantaseaba con maestras que entraban a trabajar muy temprano, se tomaban el tren en la estación y caminaban cuadras de tierra hasta llegar a esos colegios llenos de chicos pobres con mocos colgando. Imaginaba también operarios fabriles, choferes de colectivos, toda una masa de trabajadores amaneciendo junto a él para no sentirse tan solo. Cuando la pava silbaba, se tomaba dos mates y se iba al baño. Allá lo mismo de siempre: ducha, afeitarse, talco, desodorante y una musculosa limpia. Después vestirse, buscar la reglamentaria, chequearle las balas. Rezar un padre nuestro. Lo del padre nuestro algunas veces se le olvidaba y estaba todo el día cargando culpa por no haber hecho lo que su mamá, allá en Corrientes, le decía que tenía que hacer antes de irse de cualquier lugar: bendecir el camino. Esos días Moravia andaba molesto, esperando que algo malo le pase, culpándose y recriminándose, sin parar, por no haber bendecido su camino. Cuando llegaba a su casa rezaba dos padres nuestros y se iba a dormir sin cenar, pensando en su difunta madre.
Al principio me pareció una forma de sentirme viva: mentir. Ocultar algo que pudiera permitirme tener una vida paralela, un secreto. La gente tiene secretos, pensaba, porque no lee libros, porque necesita vivir la ficción que no consume por otro lado. Entonces todo comenzó como un doble juego perverso: sentirme una protagonista de una novela de la tarde y realmente viva por primera vez. Primero habían sido mensajes y mails, cosas sin trascendencia. La poca relación que teníamos no conducía a mucho más. Compartíamos algunas reuniones de militancia en esa época en la que yo creía en la revolución y el hombre nuevo. Supongo que él ya no creía en nada de eso para cuando empezamos a salir. Supongo que creer era un lujo que no podía pagarse. Que estuviera casado no era el único problema. Que fuera mi referente político tampoco. Que se llenara la boca hablando de combatir la corrupción sumado a que se encamara conmigo todos los jueves al principio lo vi como algo atractivo. Ese doble estándar que las mujeres creemos que tiene que ver con la coraza que se ponen los hombres que sufrieron demasiado para no sufrir más. No entendía que no hace falta que hayan sufrido mucho antes, la coraza se la ponen por narcisistas, por ególatras. Pero después la mentira comenzó a agigantarse. Y ahora se acabó, ahora ya no habrá coraza ni nada que pueda salvarlo de ésta.
Lo que sí algunas veces confundía a Moravia era la bebida. Con eso sí que tenía un problema. A eso le debía uno de sus mayores conflictos: la soledad. No había pasado mucho tiempo desde que su mujer lo había dejado acusándolo de borracho, llevándose a los chicos al Paraguay, de donde era ella. Moravia no entendía por qué se habían ido tan lejos, pero sabía que de haberse quedado en Buenos Aires tampoco los vería muy seguido. Eran de pocas palabras, todos en esa familia. Él para empezar, su señora y los chiquitos, que habían heredado esa forma de comunicarse con miradas o soplidos que tenía el matrimonio. Moravia quería verlos pero nunca le alcanzaba la plata para ir hasta allá y volver, menos que menos para pagarle a los dos los pasajes ida y vuelta. Ahora hacía mucho que no los veía, no sabría decir cuánto.
Lentamente la mentira comenzó a agigantarse. Empezó a perturbarme la relación cuando su mujer quedó embarazada del tercer hijo. Cuando me lo contó se ocupó de decirme que cuando se acostaba con ella pensaba en mí. Un granito más de locura para mi debilitada psiquis. Al tiempo que sabía que no habría forma que mi ADN se involucrara con el del chico, me impresionaba demasiado haber estado presente en el momento de su concepción. Pero además me daba escalofríos poder ser parte de esa otra vida que él tenía, como si fuera una indigente golpeando la ventana de una casa con hogar a leña en la que todos eran felices. Al principio creía que eso que hacía él con su familia no era más que una fachada necesaria para subsistir. Pero después empezaron los sueños con el bebé flotando y me di cuenta de que la única que estaba subsistiendo era yo, mientras que ellos sí existían, gracias a mi silencio.
Los días que trabajaba pasaban rápido, de acá para allá, haciendo las cosas que tenía que hacer. A veces contactando clientes, a veces esperándolos para ajustar detalles. En ocasiones hablaba con ellos, de manera más bien escueta, aunque no formara parte de su política. De vez en cuando algunos se iban de boca y se enteraba alguna cosa de más, pero no solía pasarle muy seguido. Moravia sabía que no saber era su bendición para el trabajo. Los detalles, los pormenores y los por qués no estaban hechos para él, que poco y nada reflexionaba sobre las cosas, más bien las acataba como un designio para su existencia, las unificaba a su universo como nuevas olas en un mar inmenso.
Después de que nació en nene me di cuenta que estaba completamente enamorada. El misterio sobre su doble vida y la intriga de cómo sería tener una existencia apacible en una familia normal me carcomían a diario. No había forma que me pudiera relacionar con nadie sin empezar a pensar qué era eso que me estaba ocultando. Comencé a desconfiar de mis amigos, de mis hermanos, de todos. El representaba el modelo del hombre normal a la perfección: padre de familia, profesional, trabajador. Y sin embargo ahí estaba, mintiéndoles a todos. Si él podía hacerlo, todos podían hacerlo. Y peor: si él era más feliz que yo haciendo eso, eso era lo que había que hacer. La honestidad estaba sobrevalorada, pensaba mientras salía de su oficina, mientras le abría la puerta de mi casa, mientras me escondía en un hotel alojamiento.
Tenía una agenda apretada de clientes. Nunca faltaba quien lo recomendara. Era bueno en lo que hacía. Era, sobre todo, prolijo. La prolijidad y la discreción eran un plus que le venía de su entrenamiento militar, pero él no se mandaba mucho la parte por eso. Sabía que tenía que ser prolijo porque no se le ocurría otra forma de ser. Lo de la discreción le venía de no hablar mucho, ni retener mucha información nunca. Para eso estaba Fiorito, para saber y manejar la data. Él trabajaba con varias puntas, no solo con Moravia. Tenía una red aceitada de clientes y la mejor agenda de Buenos Aires. Tenía además, una pinta increíble. Le gustaba vestirse como los dandis italianos de la década del 70, manejaba autos caros, olía siempre bien. Cualquiera hubiera dicho que era un tipo de negocios y, de alguna forma, lo era. En lo que se destacaba era en su capacidad de unir cabos, más que en la ejecución de la tarea. Para eso estaban las puntas como Moravia, Roldeni o Sambiza. Las puntas siempre eran prolijas, pero cuanto menos supieran del trabajo, mejor.
De manera cíclica intentaba cortar la relación, sin éxito. Compartíamos cada vez más ámbitos de discusión y de militancia juntos. Teníamos responsabilidades, reuniones y compromisos con distintas alas de la organización. Éramos un equipo infalible al tiempo que mi vida se había convertido en una tortura de dudas y perversiones. El tiempo empezó a correr más rápido cuando nació el bebe. Él tenía cada vez más ganas de verme con la excusa de que su casa era un infierno. El debate interior entre el buen amante que aumentaba su tiempo conmigo y el mal padre que disminuía su tiempo con su hijo me convertía en una esquizofrénica las veinticuatro horas del día. Me fui de la agrupación, del trabajo que teníamos juntos, de los barrios que solíamos recorrer para llevar nuestro proyecto de esponsoreo legal gratuito. Había pasado casi dos meses sin verlo cuando me enteré de que no era la primera de su lista de fans. Ni la ultima. Que existió y existirá siempre una eterna lista de adolescentes idealistas con las que se entretiene hablando de Mao, el Che, Cooke o Jauretche después de coger. Que eso no era amor, ni revolución, ni nada. Caí en un pozo depresivo cuando me confirmaron los nombres. Todas mis compañeras, casi todas las amigas de mis compañeras, casi todas mis ex compañeras y las amigas de mis ex compañeras. Y mi jefa. El muy hijo de puta se había estado acostando con mi jefa y conmigo al mismo tiempo. Esa misma noche no aguanté más, junté todos sus regalos en una bolsa y lo cité. Quería que me confirmara mirándome a los ojos que solo era un nombre más en una interminable lista. En ese entonces ya era Secretario de Justicia de la Nación, un paso antes del Ministerio. Fue imposible que me atendiera el teléfono. Fue imposible volverlo a contactar.
Fiorito y Moravia compartían poco, casi nada. Salvo el trabajo, todo lo demás era distancia entre ellos. Así es mejor, pensaba Moravia. Así es mejor, pensaba Fiorito. Todo lo concerniente al trabajo lo manejaban vía mensajería por moto. Nunca teléfonos, nunca mensajes, nunca mails. Las personas son más confiables que los aparatos, decía Fiorito, que tenía un posgrado en informática y cultivaba un alma hacker desde los inicios de las telecomunicaciones en el país. Habría que creerle, pensaba Moravia, que de vez en cuando quería cerrar un asunto por teléfono y sentía que estaba metido en una película de espías.
Intenté dejar pasar el tiempo. Pensar que eso es lo que cura las heridas. Que el tiempo selecciona lo que recordaremos y lo que no, y que todo lo que pasó con él sería de esas cosas que el tiempo decidirá que no han pasado realmente. Pero no fue así. Pasaron tres años y sigo sin poder confiar en nadie. Sigo viéndolo en televisión hablando de la defensa de los valores de la república, escuchando sus declaraciones en la radio, viendo sus fotos en el diario. Cuando su nombre comenzó a circular como Juez de la Corte Suprema entendí que no podía seguir negando lo innegable. Hace dos semanas empecé a escribirle mails en los que le advertía que si no me atendía iba a hablar con su mujer. Tampoco obtuve respuesta. Fui a su despacho varias veces, su secretaría me decía que no estaba o que estaba reunido con el presidente u otros ministros. Pero se acabó, se acabó.
Moravia había conocido a Fiorito cuando trabajaba para la empresa de serenos en zona Norte. En uno de los asados de fin de año con sus compañeros se apareció con unas mollejas de corazón, algo que él nunca había probado en su vida. Así que ya esa vez lo vio como alguien distinto, importante, imponente. Los serenos lo trataban como si fuera un patrón, pero el dueño de la empresa no estaba invitado al asado. Pasó poco tiempo hasta que lo contrató por primera vez.
No lo soporto, no lo soporto más. Necesito terminar con esto antes de que esto termine conmigo. Necesito poder sacármelo de encima como la caspa, como una basurita en el ojo, como un granito con punto negro, verde, azul, o cualquiera sea el color del que se pone el pus cuando te está diciendo que tu cuerpo ya no lo tolera, no puede albergarlo, no puede siquiera esconderlo, sintetizarlo y/o mimetizarlo.
Fue un encargo fácil, el primero, pero costó porque desde que había dejado Corrientes no usaba el arma, ni la cargaba siquiera. No era que no le gustaran esos chiches, claro que sí, pero le había quedado una mala impresión de la última vez allá. Habían cerrado un prostíbulo de la ruta, algo de rutina, nada especial, hasta que se le apareció un nenito, hijo de una de las chicas que trabajaba y estaba siendo llevada de rutina a la seccional y le había dado un puntazo en las rodillas con un muñeco. Fue la bebida, seguro, lo que lo hizo tambalear, arrodillarse, y al caer, la reglamentaria se disparo sola. A veces sueña con eso, a veces sueña con todo eso.
Pero ya no me alcanza con desenmascararlo, no me alcanza con el escándalo, la vergüenza pública, el fin de su familia. Necesito matarlo. Pensé primero en acercarme a la casa y hacerlo yo. Confirmar con mis ojos que no va a mentirle a ninguna nena inocente más. Matar con él a la nena inocente que solía ser, a la que él le mostró que la verdad no existe. Pero no me animo a hacerlo, así que contraté un tipo. Se llama Moravia. Me resulta raro no saber su nombre, pero no importa en realidad, me dijeron que es infalible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario