Lo primero que le llamó la atención fue la pronunciada distancia que había entre sus tetas y que tenía una cantidad imposible de gotas de sudor en ese espacio. “Las mujeres con tetas suelen juntarlas” fue lo que pensó al verla e instantáneamente, más allá del cosquilleo en su entrepierna, se dio cuenta de que nunca había meditado sobre la cuestión. “Es como una ruta sagrada”, también se dijo. Es que era poeta. O eso pensaba de sí mismo, que tenía un don para el lenguaje, algo que lo hacía sobresalir del resto de sus competidores. Perdido en la ruta sagrada de Elisa, la atendió antes siquiera de saber su nombre. Estaba desolada, desencajada, transpirada y jadeando.
Es verdad que ese día hacía calor, pero sus gotas sagradas respondían a otros asuntos. Estaba en una crisis de nervios sin precedentes. Su marido la había engañado con su hermana. Se había enterado por su cuñado, que los encontró en plena acción desenfrenada. Habían pasado apenas unas horas desde que había adquirido esa información y todavía no había podido reponerse. Y tampoco podía enfrentarse a él, por lo que había decidido hacerlo indirectamente. Y ahí entraba El Rulo. Ahí entraba él a la ruta sagrada de su entreteta.
A Rulo le gustaban las tetas pero también le gustaban las palabras. Le gustaban dichas en voz alta, en voz baja, en sus pensamientos. En canciones y películas. Pero las que más le gustaban eran las escritas. Dentro de la familia de comerciantes en la que había nacido, eso era una rareza. Porque no solo le gustaba lo que las palabras querían decir, sino también las letras, sus formas, sus maneras de expresar mediante el dibujo. En la adolescencia aprendió que eso se llamaba tipografía y más tarde que se trataba de una disciplina antiquísima. Durante la juventud intentó estudiar diseño gráfico pero no duró. La muerte de su padre lo obligó a hacerse cargo del negocio familiar y chau Helvética. Así comenzó su empresa. Transformó ese amor por las palabras y las letras en su trabajo y se convirtió en diseñador de pasacalles. Pero no uno más, no uno cualquiera. Rulo, poeta, era el mejor pasacallero de su barrio, de su ciudad y por qué no, del mundo entero. Es que el arte de expresarse mediante pasacalles no era para cualquiera. Se debía ser un artista integral, que pudiera abarcar toda la complejidad del mensaje escrito mediante un concepto, un sentido oculto que no se revelaba fácilmente. Rulo sabía que su expertice no pasaba solamente por el diseño del modelo, sino que también tenía las mejores máquinas de impresión, todas importadas de Taiwan, donde la disciplina del estampado había llegado al punto más alto. También le dedicaba mucho empeño a la búsqueda de telas. No debían ser especialmente rugosas para que la tinta se adaptara bien, pero tampoco muy porosas porque de esa forma se podía trabajar mejor el delineado a mano. Aparte, contaba con dos empleados de lujo, escenógrafos de las comparsas más antiguas del barrio y que, pendencieros, se encargaban de disponer de sus pasacalles en los lugares más insólitos e inhóspitos. Rulo proveía además un servicio poco común entre sus competidores, resolvía todo tipo de conflictos a través de sus diseños. Sus anécdotas se contaban por millones: la vez que hizo echar a un director técnico estampando “Rigoli sabemos dónde vive el nene con el que te acostás” o la ocasión en la que logró un aumento generalizado de sueldo extorsionando al dueño de una PyME con veintidós pasacalles consecutivos en la puerta de su casa. “Lo vamos a volver loco con el loco, el veintidós nos va a ayudar”, había pensado Rulo en el brainstorming de la estrategia previa, junto a sus asistentes. Es que ahí estaba el plus, pensaba, en la cabeza que se le pone al asunto. De allí que se jactara de las incontables alianzas matrimoniales que salieron de su pluma al tiempo que un halo de tristeza aparecía en su mirada cuando recordaba los divorcios que había cosechado con sus creaciones. En definitiva, Rulo lograba todo lo que se proponía a fuerza de poesía, tipografía y postes de luz. Un negocio modesto pero potente que había resistido la embestida de otras formas de comunicación más modernas como el teléfono de línea, los celulares, la mensajería instantánea ya perecida y finalmente la comunicación digital. Si bien todos se hablan, decía el poeta Rulo, ya no se dicen cosas realmente.
Elisa, desencajada, todavía en shock por la novedad de la infidelidad de su esposo y sudando como nunca llegó hasta él por uno de sus anuncios que rezaba: “Si pasa en la calle pasa por Rulos Pasa Calles”.
La conversación fue breve:
-El hijo de puta, el hijo de puta de mi marido… - dijo casi gimiendo Elisa.
Rulo entendió que no necesitaba el verbo y rápidamente le consultó:
-¿Con quién?
-Con mi hermana, con la puta de mierda de mi hermana.
-Quedate tranquila, reina –le dijo Rulo mientras navegaba en la ruta sagrada de su entreteta –yo me encargo, anotame acá los nombres y direcciones de las mierdas esas.
Elisa procedió a hacer lo que le pidió Rulo. También procedió a quedarse en el local hasta la noche, tomar agua primero, mate después, llorar, gritar y charlar como nunca había charlado con un hombre. Le contó de su infancia, adolescencia y casamiento. De cómo su hermana siempre había competido con ella por todo, porque había nacido en un año bisiesto y “esas minas son complicaditas desde los planetas”. Que cuando ella se había casado la hermana había usado un vestido blanco para opacarla y que siempre le preguntaba el número de la tintura del pelo para copiarlo. Era notable como Elisa daba en la tecla con todas sus declaraciones. Como artista que era, el tema del color era para Rulo muy importante, si se considera que en su negocio los colores deben estar pensados milimétricamente para generar el efecto buscado. Y si bien era cierto que en su métier proliferaban los rojos y azules, eso era porque las telas solían ser blancas. Después de varias horas Rulo ya no miraba a Elisa en la entreteta, sino que podía sostenerle la mirada y notó que, aunque con los ojos inflamados del llanto y la ira contenida, los ojos de Elisa eran color miel, como la piel de Bambi. Fue ahí, cuando enlazó la situación con Bambi, a través de una asociación libre mientras la miraba a Elisa tomar mate, que comenzó a definir su estrategia. Es que generalmente, podía dar cátedra Rulo, las mejores tácticas aparecen cuando dejamos flotar el hemisferio izquierdo del cerebro, asociado a la creación. Para decir conviene callar y mirarse a los ojos, podría haber escrito en ese momento de intimidad con Elisa, pero prefirió seguir pensando en Bambi.
A la noche salió la cuadrilla dirigida a la oficina del marido de Elisa y a la casa de su hermana. Ella había aprobado el pasacalle para él y con el correr de los mates había accedido a la propuesta de Rulo de hacer un dos por uno. “Se necesitan dos para el tango”, había sido su argumento, que juzgaba muy poético. Desahuciada como estaba por la traición de su propia sangre, Elisa estimó que sería incapaz de enfrentar a MariÁngeles (así, sin espacio intermedio, le confirmó a Rulo cuando él le consultó). Entonces él se encargó de todo. Obnubilado por la entreteta, Bambi y la mar en coche, sabía que daría lo mejor de sí.
Esa noche la invitó a cenar. Ella aceptó pero le pidió que la llevara a ver cómo había quedado todo. Pasaron primero por el trabajo del marido, una multinacional de torre interminable en el microcentro. “Marcelo Foglia: no quiero ponerte más el consolador en el culo, que ahora lo haga ella. Besos, tu ex mujer” había sido estampado en una polipropileno de 73 grs/m² de gramaje con Impact cuerpo 90 en negro con bordes rojos y tenía subrayado “consolador” y “ex”. En la casa de los padres de Elisa, donde vivía la hermana, se podía leer: “Hermuchi: mi marido tiene SIDA, hacete un test pronto. Te quiero, Elisa” en Copperplate Gothic Bold cuerpo 150 en blanco sobre una rafia negra reservada para ocasiones especiales. Al lado de la leyenda había un dibujo de una cinta roja doblada como suele utilizarse en las campañas de concientización contra el VIH.
Rulo estaba satisfecho. Elisa había dejado de llorar y cuando vio todo colgado la tristeza había mutado a la risa. Durmieron juntos. Durante la noche hubo una tormenta de viento y lluvia pocas veces vista. Pero ninguno de los dos pasacalles se cayó ni perdió su inscripción. Eso pasa cuando se hace un trabajo de calidad, con nudos especiales y tintas importadas, pensó Rulo la mañana siguiente.
Esa misma mañana apareció en su local MariAngeles. Un poco más vieja y un poco más gorda que Elisa, la hermana despechada encaró a Rulo sin prólogos. Mientras ella hablaba, él depositó su mirada en la entreteta con sana curiosidad, pero no había allí nada con lo que entretenerse. También escudriñó la mirada de MariAngeles, pero no encontró a Bambi sino solo envidia, ira y rencor. “Los devoran los de afuera” fue lo que pensó Rulo, siempre poeta.
-Quiero hacerle una contestación a mi hermana que me puso un pasacalle acá.
Mintiendo como nunca antes, rechazando un cliente por primera vez en su vida, Rulo se negó a tomar el trabajo que le proponía MariÁngeles tratando de concentrarse en su estrategia de contraataque. De su experiencia sabía que una guerra de pasacalles es como un toro sin torero, iracunda, desenfrenada, interminablemente dañina. Sabía, por haber hecho mucho daño mediante la palabra escrita, que no son las tintas, ni las telas ni los gramajes ni las tipografías. Es el escarnio público, la lavadura de trapitos al sol lo que realmente hiere. Es la completa y absoluta falta de intimidad entre los que se enfrentan vía pasacalle lo que destruye las relaciones. Sabía, Rulo, el poeta, que lo peor de un mensaje violento dirigido a una persona que supimos querer es que ahora todos saben que ya no la queremos. Uno puede esconderse de sí mismo, había meditado muchas veces Rulo frente al In Design con el que trabajaba, pero cuando todos saben algo que vos negaste durante años, ya no podes escaparte.
MariÁngeles empezó a insultar a Rulo con vehemencia y dijo que iba a ir a defensa del consumidor para hacerle una denuncia. Salió del local convertida en una turba y mientras Rulo meditaba los pasos a seguir, la hermana infiel fue a la competencia. Según los cálculos del poeta, para la media tarde de ese día ya estaría colgada la represalia en la puerta de la casa de Elisa. Rulo no perdió el tiempo, la llamó y le pidió su dirección.
Espero unas dos horas hasta que llegaron los empleados de Sorcena, su competidor más cercano. Cuando los vio a los chicos subirse a los postes y desplegar la tela calculó medidas y otras cuestiones. Colgaron un lienzo de 12x2m en una filigrana celeste de bajísima calidad, estampado con “Elisa: el SIDA de Marcelo eras vos” en una Comic Sans roja que remataba con dos corazoncitos. A Rulo le pareció poco acertada la elección de una tipografía amistosa como esa para un mensaje de tamaño calibre. Pero no podía dedicarse a críticas de estilo en ese momento. Volvió a la imprenta antes del anochecer y llamó a Elisa, que salía del trabajo y encaraba para su casa, dispuesta a enfrentarse a su marido, que había tenido que ser hospitalizado por el estado de shock que le produjo encontrarse con la creación de Rulo en su trabajo. Además, varios de sus empleados habían sacado fotos del pasacalle y ya circulaba en internet. No era la primera vez que el trabajo de Rulo trascendía las fronteras de los interesados, de alguna manera estaba acostumbrado a la difusión exponencial de sus creaciones y sabía que sus mensajes llegaban lejos porque le ponía mucha alma y dedicación a su trabajo. “Lo que natura non da”, solía ufanarse.
Rulo y Elisa intercambiaron pocas palabras. Él le deseó suerte en la discusión con su marido y arriesgó un chiste con el consolador que a Elisa no le causó gracia. Pensó en ese momento que había posibilidades de que, asustada como estaba de que su marido tuviera una complicación de salud, se reconciliaran. Por lo pronto a él lo dejaba tranquilo haber sacado el pasacalle ofensivo de MariÁngeles. ¿Qué seguiría? No lo sabía. El había hecho su parte.
Ella nunca más lo llamó. El se compró por internet un DVD de la película y la vio varias veces hasta que se olvidó del asunto. Pero cuando para algún trabajo necesita el Pantone 14-1118, un beige clarito, tirando al color de Bambi, se consuela pensando que al bicho nunca le salieron cuernos y se ríe de su descubrimiento, solo.
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