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viernes, 9 de junio de 2023

Un cuento x semana #35: Oxitocina

 

Fue para la época en la que Mariana me dijo que estaba embarazada de nuevo y comprobé que nunca se separaría de su marido por más que me hubiera dicho durante dos años que me amaba que decidí ir a visitar al tío Esteban por primera vez.

Cabe aclarar que en mi familia él no era una persona sino un concepto, una metáfora de lo que se consideraba un desajuste, una exageración, un exabrupto involuntario. En reuniones en las que por supuesto estaba ausente, mis parientes solían hacer chistes usando su nombre como adjetivo o adverbio: “Eso es una estebaneada” reían cuando alguien se pasaba de extravagante o “Estás muy Esteban hoy”, podían decirse sin más explicación, y todos entendíamos que se trataba de un insulto cariñoso, pero insulto al fin.

Mientras tanto el tío Esteban vivía en una clínica psiquiátrica en las afueras de la ciudad con un diagnóstico tan dudoso como irrefutable. Bipolar desde chico, los últimos avances de la ciencia habían determinado que en su caso el remedio había sido peor que la enfermedad y que la terapia de electroshock que le habían inculcado de niño había derivado en un trastorno neurológico tal que lo dejó abandonado en uno de los polos, configurando lo que algunas revistas especializadas denominaban “unipolaridad”. Esteban padecía de una alegría patológica, un entusiasmo desmedido, un optimismo irracional y por lo tanto no podía vivir en sociedad, así que hubo que internarlo.

Los planes astronómicos que hacía y nunca cumpliría, los raptos de entusiasmo con los que vivía a diario a partir de una película que le había gustado mucho, una comida especialmente rica o cualquier visita que lo alegrara más de la cuenta lo convertían en un discapacitado, sí, pero a la vez en un espectáculo digno de ver para cualquiera que necesitara un shock de oxitocina o dopamina. Ese era técnicamente el problema, le habían explicado los médicos a mi madre, su hermana, que una de las secuelas de los tratamientos que le habían dado de chico era una sobreproducción de hormonas de la felicidad, por lo cual su cuerpo siempre estaba en un estado orgásmico permanente.

Con esos tecnicismos en la cabeza me embarqué un sábado en el tren, solo, cansado de esperar a Mariana y la llegada de la vida plena que nunca tendríamos juntos, a cargarme de energía y ganas de vivir al lado de mi tío, el concepto, el demente, el que era clínica e irremediablemente feliz.

Cuando llegué al neuropsiquiátrico me recibieron amablemente y me llevaron a su cuarto, donde lo vi de refilón y me asusté. El tío había engordado a niveles astronómicos y llevaba un uniforme blanco gigante, parecía un oso. Aparte se había dejado el pelo largo y desde atrás tenía una aura como de chamán cherokee, algo que distaba mucho de la imagen que tenía de él, más conservadora, menos excéntrica. Así que así es como luce la felicidad, pensé. Al escuchar ruidos inmediatamente se dio vuelta y en sus ojos aparecieron dos destellos al tiempo que gritaba ¡Sebastián, cuánto tiempo! y se me abalanzaba para abrazarme. Su olor me impactó. Era rancio y dulce a la vez, una combinación que jamás olvidaré entre la fragancia a pino de líquido para limpiar pisos y tabaco, ascetismo y decadencia, medicina y oscuridad. Tío, qué bueno verte, dije, y me senté.

Al principio asumí que se la pasaría hablando, tal era la imagen que tenía de un bipolar en fase de manía permanente como se suponía que era él y me enseñaron las películas. Además, los chistes y los rumores familiares alrededor de su condición no dejaban margen para pensar en algo más que un lunático, un payaso enardecido, un mutante de circo. Pero no, el tío cerró el libro que leía a mi llegada  -Kierkegaard, Diario de un seductor- y le consultó a la enfermera de forma  amable si podíamos salir al jardín. Caminamos hasta allí en un silencio tenso, en el que yo esperaba que los mitos que había construido durante toda mi adolescencia sobre ese señor feliz sin remedio se hicieran realidad, pero nada de eso sucedió. Una vez en el parque, rodeados de gente que hablaba sola, toda vestida de blanco, deambuladores, algunos enfocados obsesivamente en el tronco de un árbol, empezamos a charlar. Otra vez para mi sorpresa, en lugar de atiborrarme con verborragia, me preguntó como si no hiciera una década que no nos veíamos:

-¿Cómo andan tus cosas?

-Más o menos, tío, la verdad- osé sincerarme con rapidez, casi sin darme cuenta de que un halo de intimidad me había invadido, confiado en que estaba frente a la única persona que podía entenderme en todo el mundo.

-Mujeres –dijo resuelto, mientras con un gesto llamaba a una de las asistentes que circulaban por el parque con uniforme azul.

-Una sola -repliqué- que no me ama.

Tengo que confesar que había pensado en esa línea, había calculado que si estás enamorado de alguien que no te ama no te quedaba más remedio que ir a ver a un sobreadaptado como mi tío, que contra su propia voluntad y bajo el influjo de la química no tenía más opción que verle el lado luminoso a las cosas, inspirar optimismo, consagrar su vida al vaso medio lleno. Pero no. Lo que hizo el tío Esteban con mi nada original problemática de amo-a-una-mujer-casada-que-no-me-ama-y-no-se-va-a-separar fue preguntar:

-¿Tomás mate o preferís café?

-Mate está bien, gracias- respondí.

Se lo encargó a la enfermera y cuando ella nos dejó solos él volvió hacia mí.

-¿Tu mamá te mandó para que te levante el ánimo? –inquirió.

-No, no sabe que vine.

Cuando la enfermera trajo el termo y el mate y el tío Esteban le agradeció con gestos por demás cariñosos mi confusión empezó a acrecentarse. No sólo no estaba eufórico ni maníaco, ni exultante, ni siquiera se lo veía animado o contento. Al final mi misión ególatra, totalmente autómata, de ir a ver a mi tío el unipolar para sentir que la vida tenía sentido aunque Mariana no fuera a estar conmigo no estaba dando el resultado esperado, casi todo lo contrario. Intenté reencausar la charla para mi terreno, consciente de que lo estaba usando, pero ya incapaz de intentar otra cosa más que obtener el shock de optimismo que había ido a buscar.

-¿Vos estuviste con muchas mujeres en tu vida? –pregunté.

-Algunas, pero no es fácil el amor.

-¿Y te enamoraste?

-Por suerte sí, de mamá sobre todo.

-¿De mamá?

-Y sí, todos los hombres nos enamoramos de nuestras mamás, a veces se nos pasa y nos enamoramos de mujeres diametralmente opuestas, a veces no, pero siempre aparece mamá.

Tomé el primer mate al borde del absurdo: el tío más feliz del mundo no solo no estaba feliz sino que me venía con una perorata psicoanalítica que no esperaba en absoluto. Volví a tirar agua para mi molino, convencido de que si no era Esteban el que me levantaba el ánimo, ya nada lo haría. Arremetí:

-¿Vos crees que la voy a poder superar?

-¿A tu mamá?

-No tío, a la mina esta, la que nunca se va a separar de su marido para estar conmigo.

-Como tu mamá.

Aturdido pero a la vez muy cómodo, como si hubiera pasado los últimos cien sábados en ese parque charlando con él, le propuse jugar a las cartas. Accedió. Me ganó tres veces al chinchón y dos al truco. No hablamos más de Mariana, ni de mi madre, ni de la suya.

Cuando me estaba yendo, confiado, seguro, con una paz interior que era imposible de transmitir en palabras le dije:

-Voy a venir más seguido, me hace bien verte.

-Cuando quieras, vivo acá.

Esa noche hablé con mamá y le conté que lo había visto bien, estabilizado. Normal, le dije, con un dejo de tristeza, casi añorando esa niñez perdida, en la que el tío festejaba todo, se hacían chistes en su nombre y era posible ser feliz sin elegirlo, por obligación clínica, por defecto.

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