A mí, si me preguntan, respondo siempre lo mismo: es un trabajo como cualquier otro. Es verdad, tiene sus truquillos, quiero decir, uno va adquiriendo un saber, cierta experiencia, detalles, minucias, pero al final, me levanto a la mañana, manoseo viejos en una residencia de ancianos, cumplo mi horario y vuelvo a mi casa, nada del otro mundo.
Todo empezó allá lejos hace tiempo, cuando Doña Encarna, por supuesto me acuerdo de su nombre aunque ahora esté muerta y enterrada hace años, me pidió que le enjabonara las tetas de nuevo mientras la bañaba. “Otra vez, por favor, otra vez”, susurró, y yo pensé que la pobre estaría senil, como casi todos mis clientes, bueno, en ese momento eran solo pacientes, pero todos ellos tenían un puntito entre locos y cuerdos, vivos y muertos, comedia y tragedia. Pensé “Pobre Encarna no se acuerda que ya la enjaboné recién”, pero sí se acordaba. En realidad en su susurro Encarna suplicaba lo que todos ellos suplican en silencio, que los toquen, los acaricien, los hagan sentir. Entonces ese verano cada vez que la bañaba ella decía “¿Y lo otro?” y yo ya sabía que tenía que enjabonarle las tetas dos veces para que ella cerrara los ojos y suspirara mucho, vaya uno a saber pensando en qué, o en quién. Pero claro, después se corrió la bola y todas empezaron a pedir lo mismo y, modestia aparte, a pensar en mí. En algún punto lo entiendo: mido un metro noventa, hago natación desde chico, tengo manos grandes de traumatólogo, brazos armados, espalda, hombros. De cara soy normal, pero la barba hace lo suyo, el pelo un poco largo, un color de piel que no es muy común en España y el acento, claro, el acento argentino que las vuelve locas a todas.
Como explicaba, primero fue Encarna, después las de su habitación y finalmente las hijas. Con las hijas hacía el service completo, digamos. Íbamos a un hotel, atrás, adelante, atrás, un abracito después para que no se notara el negocio y todo a la alcancía. Con esa performance en menos de un año me compré un auto, una moto y una pileta de lona. Eso fue más un capricho que otra cosa, porque para nadar iba al polideportivo, pero me gustaba tirarme ahí y pensar que toda esa agua era sudor de viejas, fluidos de viejas, cataratas de líquido vaginal de viejas con sequedad crónica que yo había hecho brotar casi como de las piedras y ahora me abrazaba los domingos a la tarde cuando leía algún policial mientras me tomaba unas cervezas al sol.
Después de las señoras y las hijas llegaron los señores y los hijos. Al principio me dio un poco de impresión, para qué negarlo. Don Vicente fue el primero que, entre risas, lo sugirió jugando a las cartas:
-¿Lo de Encarna es sólo para Encarna? –preguntó mirándome a los ojos.
Descolocado, me quedé en silencio.
-Mira que yo tengo pasta como ella ¿eh? –continuó.
-¿Mucha? –respondí.-Toda la que tú quieras, si haces bien tu trabajo -retrucó pícaro el viejo.
Y así amplié mi clientela. Cuando el hijo de Don Alfonso, que en paz descanse, se enteró del tema, me ofreció ir a jugar al tenis con sus amigos ricachones. Eso empezó así y terminó con que me pude comprar el terreno de al lado y al final una pileta de concreto. Me gustaba hacerme los largos ahí, de noche, pensando que todo ese líquido rodeándome era un útero o un escroto. En fin, un hogar construido por mis propias, gigantes y habilidosas manos, en cuerpos destruidos o abandonados o simplemente tristes, llenos de abulia y desesperación.
El problema ahora es que me enamoré. Bueno, no fue ahora, es más bien lo que me viene pasando hace unos meses con Marita. Ella justamente no quiere mis servicios, aunque se los ofrecieron las señoras, los señores y hasta yo mismo probé una vez, masajeándole la nuca, con bajar despacito al escote haciéndome el distraído. Pero ella muy cálidamente me sacó la mano y me dijo:
-No hace falta, cariño, con las cervicales está bien.
Un poco me ofendí, es cierto, pero por otro lado su negativa me dio más ganas de tocarla, es decir, sin cobrarle, sin negociar ni mercantilizar, diría mi prima la socióloga, eso que tenía yo para ella y ella rechazaba, educadamente, pero muy firme. ¿Acaso Marita no era como todas las viejas que me venía franeleando hacía años, como sus hijas que me pedían que hiciera realidad sus más alocadas fantasías o los viejos y sus hijos que hacían con mi cuerpo lo que no hacían y no habían hecho nunca con sus respetables esposas? Había gato encerrado ahí, no era posible que Marita supiera todo eso (porque lo sabía, se lo habían contado hasta las enfermeras cuando entró porque a ellas también les daba una comisión por hacerme marketing) y no le diera curiosidad, no necesitara aunque sea probar aquello de lo que todas sus compañeras se beneficiaban, ese calor, ese contacto, ese amor, en definitiva, que le daba a mis clientes. Porque es cierto que les cobraba, claro, cómo no voy a cobrar por mi trabajo, faltaría más. Pero la dedicación, el entusiasmo, todo eso venía gratis. Y el recato, también, los límites, la discreción y la falta de exigencias. Porque a algunas de las hijas, por ejemplo, las divorciadas sobre todo, me daban ganas de invitarlas a salir a tomar algo, o decirles que vinieran a casa para ver una película. Pero nunca lo hice justamente porque soy un profesional, un dedicado fisioterapeuta con aptitudes heterodoxas pero con conducta y abnegación casi religiosas.
Me llevó poco tiempo averiguar el pasado de Marita y cuando lo conocí me excitó aún más: tenía 75 años, tres hijos, un marido escritor muerto. Había sido corresponsal de guerra de un diario muy prestigioso por décadas, había cubierto decenas de conflictos por todo el mundo y había vivido en el extranjero muchos años. Aparte tenía varios libros publicados y una entrada en la Wikipedia. Como buena escritora en la residencia se la pasaba escribiendo un cuaderno atrás de otro, compulsivamente casi. También leía muchísimo. Se tiraba las tardes que las otras viejas gastaban en la televisión o la canasta en el jardín, fumando a escondidas de todos nosotros, leyendo y escribiendo sin parar.
Un día le robé el diario, curioso por saber cómo escribía y qué tenía tan importante para contarse a sí misma. Y ahí terminé de enamorarme para siempre, de Marita, mi Marita, la única que me dijo que no. Abrí el cuaderno en una página cualquiera y leí:
Si le preguntan a él, responde siempre lo mismo: tiene un trabajo como cualquier otro. Es
verdad, admite, tiene sus truquillos, es decir, ha ido adquiriendo un saber, cierta experiencia, detalles,
minucias. Pero al final, explica: me levanto a la mañana, manoseo viejos en una
residencia de ancianos, cumplo mi horario y vuelvo a mi casa, nada del otro
mundo.
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