1.-
Martín Napolitano apoya la cabeza en el
asiento del tren Roca y suspira. En una época los trenes me llevaban a alguna
parte, piensa. El Roca lo está trasladando a la estación Constitución de la
Ciudad de Buenos Aires pero él no siente que eso sea estar moviéndose. Sabe que
está medicado y por eso no siente nada hace meses. Suspira otra vez y cierra
los ojos.
En lo que parece ahora otra vida, Martín
Napolitano conocía un número de países más alto que la cantidad de mujeres con
las que se había acostado. Él lo contaba jactándose siempre que podía. Usaba
muy seguido también sus frases de cabecera: “El amor de tu vida tiene que ser
tu vida” o “Cuando te rompen el corazón saca un ticket de avión”. Explicaba así
su desapego y fobia por cualquier compromiso amoroso que le impidiera seguir
atravesando océanos. Martín Napolitano era un errante, un nómade, un alma
libre.
Era también la envidia de sus amigos
oficinistas. Sus fotos de todos los continentes, a los que dedicó casi una
década a conocer, circulaban por los grupos de chat y otras redes sociales como
catalizador de frustraciones. Martín Napolitano lo sabía y por eso animaba a
quien quisiera a seguirlo en la siguiente aventura. Porque siempre había otra
más. Una vez alguno de ellos lo acompañó los tradicionales 15 días de
vacaciones en una playa paradisíaca en Asia. Otro se pidió un mes de licencia
para tomar Ayahuasca en el Amazonas peruano. Pero volvían, siempre volvían,
porque estaban de vacaciones.
La diferencia entre estar de vacaciones y
estar de viaje es la forma en la que se está en los lugares y no la duración de
la estancia, pensaba Martín Napolitano cuando despedía a sus amigos oficinistas
en los aeropuertos. De vacaciones se está obligado a disfrutar-todo-el-tiempo,
con la sensación de tener que sacar el mayor provecho de cada minuto en el
destino exótico, haciendo siempre las
cosas que hay-que-hacer según las guías Lonely Planet. Ser turista, pensaba
Martín Napolitano cuando veía a sus amigos volver a su vida de siempre, es otra
forma de ser oficinista: hay horarios, objetivos, presupuestos, fechas y muchas
obligaciones odiosas, en especial la de sacar fotos. Martín Napolitano sacaba
cada vez menos fotos de sus viajes. Estoy acá ahora, pensaba con cada atardecer
en el mar o amanecer en el desierto, no hace falta la foto. Estar acá era su
forma de evolucionar desde el turismo hacia el viajerismo, pensaba, esa nueva
religión que encontraron los millenials para reemplazar los hijos, la casa y el
perro de la generación anterior, según escribían los teóricos. Pero Martín
Napolitano nunca estaba realmente en ningún lugar. Dedicado a las crónicas de
viajes que vendía a revistas internacionales, siempre estaba escribiendo sobre
el destino anterior y planeando el destino siguiente. Así desarrolló la
capacidad de estar en más de un lugar al mismo tiempo y no estar nunca en
ninguno en simultáneo.
Pero ahora sí que estaba ahí. Ahora sí que
estaba en el tren Roca camino a la estación Constitución. Viajaba desde la casa
de su infancia en Adrogué hasta el consultorio de su psiquiatra en Barracas.
Temperley, Lomas de Zamora, Banfield, Remedios de Escalada, Lanús, Gerli,
Avellaneda e Yrigoyen desfilaban ante sí junto con el concierto estable de
vendedores ambulantes, discapacitados que pedían limosna, adictos que vendían
galletitas caseras, amas de casa, perros, palomas, policías y ladrones. Junto
con los trabajadores apiñados como sardinas, todos ellos eran la rutina de la
que había huido y ahora volvía a padecer, como si nunca la hubiera abandonado,
como si no hubiera escapado de ella una década atrás.
Escapar era su verbo más odiado. Odiaba la
connotación negativa que suponía que uno debería estar en un lugar determinado
por algún motivo más válido en vez de estar en otro lugar por alguna otra
razón. Se escapan los presos, se escapa el pis, se escapa un secreto. Aquello
que se escapa comete la falta del no estar donde se debe, de la
(des)determinación. Escapar era también su verbo preferido. ¿Qué pasa si te
escapás de una bomba? ¿Qué pasa si te escapas de una casa en llamas? solían ser
sus argumentos para combatir a aquellos que lo acusaban de escapista. Era en
vano. Martín Napolitano sabía que no había forma de escaparse de nada, porque
donde estuviera lo seguían los mismos traumas, las mismas fobias, los mismos
pensamientos recurrentes. Y allí estaba, en el consultorio de su psiquiatra,
otra vez, frente a ellos.
-¿En qué consistiría no escaparse de sus
problemas?-le preguntó esa tarde el Dr. Rodríguez, en la sesión que tenía antes
de las cuatro horas de nada que transcurría en el centro de día en el que
habían decidido ingresarlo.
-En quedarme quieto– respondió Martín con
obediente displicencia, repitiendo las palabras de sus amigos, de su madre.
-¿Ahora estaría afrontando sus problemas,
entonces?– retrucó Rodríguez.
-No –suspiró Martín fastidioso- porque
estar moviéndose todo el tiempo es igual a quedarse quieto.
-¿Cómo?
-Sí, se llama inercia.
-¿Entonces cuál es el problema del que
intenta escaparse y no puede ni moviéndose y ni quedándose quieto?– inquirió
Rodríguez.
-El mismo de siempre– escupió Martín.
-Su padre otra vez– gatilló Rodríguez.
-Una y otra vez- dijo en un suspiro
resignado Martín Napolitano y volvió a recordar esa tarde en la que con diez
años vio a su padre abandonarlo a él y a su madre en el caserón inmenso en el
que ahora vivía– supongo que siempre es el mismo problema, no importa el
continente, el idioma o el hemisferio.
-¿Lo sigue buscando? –remató Rodríguez.
-Sí, como a Wally –bromeó Martín y se
despidió.
2.-
El trabajo consistía en corregir, editar y
redactar alguna nota que faltara. Con más de una década dedicada al periodismo
de viajes parecía un trámite, pero la situación de la redacción del diario
zonal era peor que precaria, así que trabajaba bastante. Las cuatro horas del
centro de día se combinaban con las cuatro de escritura y las cosas parecían
andar bien, aunque faltaba algo.
Faltaba la adrenalina, la vorágine, la
droga de los viajes. El estómago subiendo y bajando con los despegues y
aterrizajes. La sorpresa, la incertidumbre, la épica del descubrimiento. Viajar
es como vivir tu vida entera en el baño y de pronto conocer toda la casa, había
escrito en sus crónicas. Mejor que tomar cocaína es tomar aviones,
bromeaba entre sus amigos. Mejor que tomarte un tiempo con alguien que no te
ama es tomar aviones, le había dicho a una prima con el corazón roto. Todo
se cura con aviones, todo se evapora cuando te vas a otra parte.
Como su padre, le había dicho Rodríguez,
solemne.
Como mi padre, había repetido él, aburrido.
Diez años de vagar por el mundo para volver
a tomarse el tren Roca porque su padre no aparecía por ningún lado. Diez años
de buscar en todos los hostels, albergues y campings a alguien remotamente
parecido a él. Convertido casi en un ser mítico, un ser maravilloso, el padre
de Martín Napolitano era el que se había escapado y no él. Pero si el que le
roba a un ladrón tiene 100 años de perdón: ¿Qué les queda a los que se escapan
de su vida persiguiendo a quien se escapó primero? Viajar
son personas, había escrito en sus crónicas, viajar es la gente que conocés y nunca hubieras conocido si no
estabas en ese lugar pero también son las personas en las que nos convertimos
cuando llegamos a otra ciudad, a otro país, a otro continente. Viajar somos las
personas que no existimos y ni podemos concebir que somos. Viajar son seres
míticos que habitan en nuestra imaginación. Los lugares son personas
maravillosas.
Angustia, ataques de pánico, insomnio. En
Caracas le diagnosticaron trastorno neurótico, en Sao Pablo depresión y en
Madrid bipolaridad. Va a ser mejor que vuelva a su casa, le dijo un vasco con
cuatro apellidos cuando lo medicó. No tengo casa, le había contestado él. Cómo
no va a tener casa, hombre, todo el mundo tiene una casa. Como los padres,
puede que no los quiera, puede que no los conozca, pero que los tiene, los
tiene, sentenció el vasco y le prescribió un ticket de avión “solo ida”. Esta
vez su combinación favorita de palabras se convirtió en lo peor. Volver a
casa para curarme, escribió en un mail para todos sus conocidos. Indefinidamente,
remató. Ansiolíticos, antidepresivos, trabajo con horario de oficina y vivir en
la casa de su infancia. A eso se había reducido su planisferio. Falta que te
compres un perro y ya estás de nuevo en el sistema, bromeaban sus amigos.
Una de esas mañanas del Roca el vendedor de
las galletitas caseras de la granjita de adictos en recuperación lo miró fijo y
le dijo:
-Yo a vos te conozco.
-¿A mí? Hace 10 años que no vivo acá, te
debes estar confundiendo.
-Dale, boludo, soy yo, el Pichi, nos
conocimos en La Paz.
Martín Napolitano sonrió por primera vez en
meses.
El Pichi era el líder de un grupo de
hippies drogones que había encontrado en La Paz en el que fue su primer viaje
de mochilero por Latinoamérica. Instaladísimos en un hostel le pagaban al dueño
una renta mensual por dejarlos vivir en comunidad. Se dedicaban a hacer
malabares en las calles y vivían de la caridad, la mejor droga del planeta y
los guisos de lentejas que cocinaban a la mañana como desayuno de resaca. El
Pichi era el más viejo de todos, tenía el pelo largo, el cuerpo lleno de
tatuajes con símbolos precolombinos y se definía como artesano. Se quedó en La
Paz casi dos años porque encontró una familia con la que además de las penas
compartían los gastos de la falopa. Martín llegó al hostel una mañana y se los
encontró cocinando el típico guiso resucitador, tardó en entender en qué
consistía el ritual pero pronto los entrevistó como hacía siempre. Se
interiorizó sobre sus hábitos, sus circuitos, sus proveedores de sustancias.
Los quince días que vivió con ellos estuvo en un viaje adentro del viaje. Probó
hongos misteriosos, raíces de plantas carnívoras, glándulas de ranas secadas al
sol. Los dejó para seguir hacia Perú. Habían pasado más de cinco años de esa
despedida pero el Pichi le hablaba como si lo hubiera visto una semana atrás.
Ya en Constitución, el artesano resumió su vida en una oración: me pasé de
viaje y terminé acá de nuevo. Martín sonrió otra vez. Le habían dado la definición
más ajustada de su condición. El Pichi también le contó que vivía en una granja
en El Pato donde hacían las galletitas que vendía. Que estaba muy cómodo y
contento porque lo veneraban casi como a un Dios. Era una casa de 40 internos
llena de pobres que ni se habían subido jamás a un micro ni habían fantaseado
nunca en tomar un avión. Y vos sabés cómo me gusta a mí la caravana, remató el
Pichi, mientras le mostraba su tatuaje en el antebrazo, que rezaba CA-RA-VA-NA
escrito en vertical en letras de molde. Martín Napolitano tomaría ese tatuaje
como una aparición casi religiosa, mítica, definitiva.
3.-
Amanece en El Pato, partido de Berazategui,
conurbano de la Provincia de Buenos Aires, República Argentina, Sudamérica.
Todavía con sueño Fabiola pone el agua para
el mate y relojea al perro, que la molesta por comida. Martín Napolitano está
de viaje otra vez pero volverá en una semana. Fabiola lo comprueba cuando ve el
mensaje del celular. “Ya llegamos, beso”, dice Martín Napolitano desde Córdoba.
Fabiola sabe que tiene que estar contenta de que su marido esté allá porque el
aire de la sierra le hace bien, pero le fastidia tener que ocuparse del perro.
Su dueño se fue una semana pero volverá. Ella sabe que el padre de su hijo
volverá a su casa con su familia porque la única manera de curarse que tiene un
adicto es enfrentándose una y otra vez a la sustancia sin dejarse dominar por
ella.
Todo eso lo aprendió en la granja de
rehabilitación donde lo conoció a Martín
tres años atrás, cuando apareció de la mano del Pichi. Ella trabajaba
allí como asistente social cuando él entró como acompañante primero, como
interno después. Le sorprendió que le dijera que en realidad él también estaba
curándose, que su adicción era el escapismo, la adrenalina de los viajes, la
incertidumbre. Tengo adicción a lo que no conozco, a lo que no sé que existe,
le contó, pero una vez que llego, una vez que estoy ahí, una vez que veo lo que
existe, no me llena, no me da nada.
Pasaron unos meses de quietud y monotonía
hasta que Martín Napolitano se dio cuenta de que el problema con su compulsión
a viajar era que siempre lo había hecho solo. Además de enamorarse de Fabiola y
sostener una relación por primera vez en siglos, las charlas con los internos
lo hicieron sentir mucho menos solo de lo que se había sentido en Londres,
Japón o SriLanka. Fue para esa época que leyó en el diario sobre una
investigación finlandesa que había comprobado que en ese país los índices de
drogadicción disminuían si se le daba a los adolescentes un subidón de adrenalina
similar al que buscaban en las drogas. El arte, el deporte y las actividades
grupales suplían así la necesidad de experimentar sensaciones nuevas. El click
fue inmediato. Con ayuda del Pichi, ideó un programa de viajes para los adictos
con los que convivía. No solo el movimiento, sino el hecho de imaginarlo como
posible sería terapia suficiente, fundamentó. La adrenalina de la experiencia,
la conquista y el descubrimiento remplazaría la dopamina de las sustancias,
comentaba con psiquiatras y médicos. El vacío que lleva a la autodestrucción se
convertirá en curiosidad, motivación, entusiasmo, explicaba una y otra vez a
las autoridades para que le dieran fondos, autorizaran traslados, firmaran
permisos. Como su programa se basaba en una prestigiosa teoría finlandesa,
comenzó a ganar adherentes entre los especialistas. Era fácil ver que la
necesidad de conocer algo nuevo solía ser el motivo por el cual mucha gente
consumía sustancias. El anhelo de sentir, moverse y viajar ahogaba en el
escapismo de las drogas a quienes no podían imaginar destinos exóticos para
conocer ni mucho menos pagar por conocerlos. Hagámoslos viajar de verdad a ver
si necesitan pegarse un viaje, fue el slogan, el gancho, la línea de batalla.
Es gente que no se sabe controlar, no pueden andar sueltos por ahí, le habían
dicho los directivos de una granja, de otra, de otra más. No van sueltos, dijo
Martín Napolitano, una vez, dos, tres, van conmigo, yo sé viajar.
Con el apoyo internacional de los amigos
que tenía en todo el planeta logró juntar los fondos para un proyecto piloto.
Empezó con viajes de un día, salidas esporádicas, locales. Siguió con la
atracción turística más cercana a cada granja. Terminó por llegar a las
montañas, los glaciares, el mar. Logró subir a cientos de pibes pobres por
primera vez a un avión. Y a un micro. Y a un tren. Y a un barco. En menos de un
año creó una organización a la que llamó Caravana, recaudó muchísimo dinero
desde todos los lugares del globo que había conocido y no paró de contactar
gente dispuesta a ayudarlo. Habló en varios idiomas con médicos europeos para
que lo apoyaran, convenció a psicólogos, asistentes sociales, funcionarios,
periodistas. Difundió su proyecto por todo el país, lo publicitó en congresos
de narcotráfico, delincuencia y pobreza, lo presentó a legisladores, ministros
y gobernadores. Viajeros de todo el mundo lo entrevistaban, fotografiaban e
idolatraban. Era un héroe, un mesías.
Martín Napolitano volvió a viajar aunque lo
tuviera prohibido por prescripción médica. Pero ahora lo hace con un sentido,
en una dirección. Los aviones dejaron de ser su vía de escape, los pasajes solo
ida ya no tienen sentido, los lugares se convirtieron finalmente en personas
maravillosas. Algunos internos se le escapan, sí. Pero muchos vuelven renovados,
con ganas de hacer, de conocer, de vivir. Viajar es la mejor droga que
existe, repiten, sobrios, recuperados y adoctrinados por Martín Napolitano,
los adictos a las fronteras, los horizontes, el más allá. Viajar es la única
droga que existe, rezan entre risas, por algo cuando te drogás te pegás
un viaje, dicen una y otra vez, los pichones de aventureros, los marco
polos del subdesarrollo.
Martín Napolitano ya no se traslada en el
tren Roca hacía la estación Constitución. Abandonó el psiquiatra, la medicación
y el puesto de redactor. Trabaja ahora a unas cuadras de su nueva casa, en la
organización que creó y es inspiración para miles de iniciativas similares que se reproducen en barrios marginales de
todo el mundo. Martín Napolitano tiene una
casa, una mujer, un hijo, un perro y una misión. Ya no busca a su padre en
el planisferio. Ya no se siente solo. Ya llegó a algún lugar.
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