No das más, no podés vivir más así. Le dijiste a todo el mundo que si ganaba Macri te ibas del país. Así de determinado sos, así de idealista, de principista, de arrebatado, qué genial. Te vas a ir del país. Tenés amigos en México, parientes en Madrid, una ex novia que está flasheando kiwis en Nueva Zelanda. Fantástico. Alguno de ellos te tiene que hacer la segunda. Vos te vas, vos te fuiste, chau.
En julio de 2014, haciendo gala de una increíble clarividencia política, vaticiné: “Gana Scioli, cumplo 30, me voy a la mierda”. Pues bien, cumplí 30, renuncié a cuatro trabajos, levanté un departamento entero, le grité desnuda a un tipo que estaba enamorado de mí que me iba a ir sola, reduje mi placard y mi biblioteca a 40 kilos y me fui del país. Pero Scioli no ganó. Fue peor, todo siempre puede ser peor.
Dieciocho meses y cinco países después escribo lo que ningún blog de viajes te va a contar nunca: las cosas horribles que te van a pasar cuando te autoexiliás. Son todas un bajón pero, aún así, como la explicación de “por qué te tenes que ir de la casa de tus padres” cuando sabés que “te tenés que ir de la casa de tus padres”, la explicación de “por qué te tenés que ir del país” es la explicación de “por qué te tenés que ir del país”. Es decir, inexplicable. Anda y hacelo: la experiencia es intransmisible. Andate de la tibia comodidad del “malo conocido”, de la casa de tus padres y de Macrilandia. Después, tratá de contarle el peronismo a un austríaco, hacé un cuadro sinóptico en alemán sobre cómo funcionan los medios en nuestro país, juntate con un cordobés en Sydney que te diga que está contento porque no hay más cadenas nacionales.
Andá, hacelo, sé libre.
Pero preparate, te van a pasar cosas que nunca te pasaron antes, así que no vas a saber cómo reaccionar. Probá llorar.
Batallas
No perdés nada, te van a decir. Mentira. Perdiste. Peor: renunciaste. Porque renunciar no es perder, es peor. Creés que podrías haber ganado, pero esa batalla ya no es tuya. Que la gane otro, suerte. Renunciaste a tu trabajo, a la comodidad de lo conocido, a lo mismo de siempre. Eso ya no te interesa, esa ya no es más tu guerra. Pero, aunque no perdiste, si renunciaste era porque estabas jugando(te) algo, eras parte de algo, pertenecías. Ahora tu batalla va a tener que ver con pertenecer a otra cosa, a otra parte, a otra verdad. Y toda la energía que gastes en seguir perteneciendo a tu lugar de origen no la vas a poner en el lugar donde estás viviendo. Porque aunque estés viajando, estás viviendo en alguna parte. Según la Real Academia Española, el “exilio” es ese lugar donde viven los exiliados. Eso quiere decir que los exiliados (los que renunciamos, los que nos fuimos) vivimos todos en el mismo limbo. Ese no-lugar en el que vas a vivir se construye de pedazos de cosas de varios lugares a la vez, o de todos los lugares a la vez.
Podés seguir perteneciendo a un lugar donde no vivís en 2017, podés tener novios virtuales, relaciones a distancia, vía mails, chats, skype, facetime. Podés, pero no necesariamente vas a querer. Por algo te fuiste en primer lugar. Entonces, primero vas a renunciar y después vas a perder. No vas a estar para el cumpleaños de tu hermano, para el parto de tu amiga, para cuando tu mamá cobre su primera jubilación, para la boda de tu prima y un montón de ocasiones más. Te va a doler. Vas a extrañar. No vas a saber qué es lo que extrañás porque no la pasabas bien, no era tu lugar, había algo que no estaba bien. Pero vas a extrañar, una barbaridad. Entonces te vas a involucrar con algunas noticias, algunas novedades de la revolución de la alegría, y te van a decir “Pero no te hagas problema a XXX de distancia, vos no podés hacer nada allá”. Mentira: te podés preocupar. Y ahí un descubrimiento maravilloso de abandonar cosas: que te deje de importar lo que te importa es tan imposible como que te importe lo que no te importa. No lo intentes, es energía perdida al pedo. Entonces vas a extrañar y te va a doler. Todo. Si te dolía acá te va a doler donde estés. Porque al mismo tiempo que vos perdés referencia de donde estás (estás en el exilio, no estás en ninguna parte), el lugar de donde venís se transforma a velocidades asombrosas (y destructivas) (y neoliberales) (y represivas). Entonces, el dolor de haber abandonado algo no necesariamente es igual a haberlo perdido (no es lo mismo irse a que te echen) pero sigue doliendo. Todo te va a doler: el ajuste, la represión, los despidos, la censura. Además, te van a llamar por teléfono y te van a contar los problemas reales que le trae a tu círculo las medidas del macrismo. Probá no atender, a ver cómo te va.
Uno de los mayores miedos que tuve durante este viaje fue que al volver, mis amigos y parientes “me cobren” no haber estado acá durante el primer cimbronazo neoliberal. Tenía pánico de que me tomen como alguien menos afectado que ellos por lo que el gobierno hizo con el endeble Estado de bienestar argentino. “A vos qué te importa, si total te fuiste” y “Claro, es fácil opinar estando afuera” se mezclaron en mi bandeja de entrada mental con “Qué bien la hiciste” o “No te puedo explicar cómo te envidio”. Todavía me pregunto qué envidian y por qué no pueden hacer lo que envidian que hice. Sólo hay que hacerlo. Y atenerse a las consecuencias.
Distancias
La distancia no existe, la inventás vos. Si querés, si podés, si te dejan. No se puede estar en un solo lugar en 2017. Estamos todos juntos todo el tiempo. Nuestra generación no conoce tal cosa como el arraigo. Somos nómades virtuales hace años y pasar al nomadismo real no nos cuesta demasiado. Pero si Internet nos posibilita la comunicación permanente y la selección de realidades a de las que queremos participar, ¿para qué molestarnos en salir de la zona de confort que brinda nuestro smartphone? porque la realidad virtual también se te trastorna cuando estás lejos de tu país de origen.Y eso es lo que estás buscando yéndote de tu país de origen: trastornar todo. Cuando “vivís afuera”, esa disociación entre real y virtual se duplica y cuánto más tiempo pases colgado de Internet más tiempo vas a relacionarte con el mundo que dejaste atrás. Es más fácil cambiar de país que cambiar de consumos digitales. Es más fácil trabajar en otro idioma que deshabituarte a tus apps preferidas. Es mucho (mucho) más simple hacerte amigos de todas las religiones y nacionalidades en la vida real que dejar de consumir noticias argentinas.
Desde la campaña 2015 me acostumbré a leer el muro de Facebook de Macri y los comentarios de los fans. Es un deporte extremo para un peronista. Estaba a 15 mil km de Argentina y aún así lo seguía haciendo. Lo mismo puede aplicarse a los conocido de siempre: durante el primer año del gobierno PRO esos comentarios oscilaron entre reacciones de enojo, ira asesina, resignación y convocatorias a manifestaciones de todo tipo y factor. No estamos ahí pero sabemos que pasan cosas que nuestros amigos y parientes se encargan de manifestar online. A eso hay que agregarle los chats, las conversaciones telefónicas, los mails. La distancia dejó de existir pero a la vez vos estás lejos ¿Cómo podés evidenciar lo lejos que estás? Cuando finalmente sentís que alguien te necesita. Ahí sí que no estás; ahí sí que hablar por teléfono no sirve; ahí sí, olvidate de toda la fibra óptica del mundo. Durante mi viaje se murieron las madres de dos amigos queridos, otros se separaron y a otros los echaron del trabajo. Frente a eso grabé audios de Whatsapp, escribí, chateé, chateé, chateé más y más y más. Y me sentía lejos igual. El sobreestímulo digital que padecemos y gozamos al mismo tiempo se te viene en contra cuando estar lejos es realmente estar lejos.
Y ni hablar si estás enamorado. La distancia convierte a los amores en dinamita. Los incendia por la ausencia, los enaltece por el misterio de lo inalcanzable. Por favor: no te vayas de viaje si estás enamorado de alguien. No solo no te lo vas a olvidar, sino que probablemente vayas a redoblar la apuesta a través de vías digitales. O peor: probablemente termines volviendo más enamorado de lo que te fuiste y la persona simplemente te diga que quiere ser tu amigo, que cómo te vas a confundir chats con otra cosa, por favor.
Códigos: sufrir vs. disfrutar y disfrutar sufrir
Warning Alert: la tilinguería porteña te va a decir que “disfrutes” porque, como te fuiste de Buenos Aires, todo es maravilloso todo el tiempo. ¡Ay, Buenos Aires! esa secta, ese ghetto, esa cloaca infecta de cocainómanos con los que se acostaron todas mis amigas y después le contaron a otras amigas que conocían otra gente que también se había acostado con ellos antes. Qué cosa hermosa la endogamia y la promiscuidad de los ambientes porteños. Y ese cinismo de sobreeducados, sobrepsicoanalizados, sobreinterpretados, que consumen irónicamente su propio consumo irónico del consumo no irónico del no consumo. Quieren ser París, quieren ser NYC, quieren ser, aunque sea, Sao Pablo. Quieren ser de todo menos porteños. Tienen la fantasía de que si no hubieran expulsado a los ingleses ahora serían Australia. Siempre añorando, siempre culpando a la generación anterior o a la precedente, siempre echándole el muerto al partido político contrario o a los pobres, o a los oligarcas, o a los gorilas, o a los peronistas. Siempre mal. Cuanto peor, mejor. Pero mal, siempre mal. “Te fuiste de un lugar donde todo el mundo se quiere ir y nadie se anima”, me dijeron. Voilá. La espiral neurótica es viejísima: quejarse y sufrir, quejarse y sufrir y quejarse y sufrir. Por definición el porteño sufre de vivir en Buenos Aires pero no puede no vivir en Buenos Aires. Entonces, vas a salir al mundo exterior con algunas variables que vas a tener que modificar: en principio, no todo lo que no sea Buenos Aires es divertido y alucinante. Por el solo hecho de irte de la casa de tus padres tu vida no va a ser color de rosa. Eso es un razonamiento adolescente. El problema es que afuera de Buenos Aires el porteño también va a necesitar sufrir para vivir o, mejor dicho, va a disfrutar-sufrir. Recordemos que sufrir es un valor y pasarla mal está bien visto al punto de competir en la mesa familiar sobre cuál es la peor tragedia entre los comensales.
Finalmente, tras unos meses de no entender por qué la gente en otras latitudes no disfruta del masoquismo sino que tiende a querer pasarla bien, vas a caer en cuenta de algunas verdades dolorosas para un porteño medio: Estresarse está sobrevalorado. Sufrir está sobrevalorado. Pasarla mal está sobrevalorado. Ser cínico es facilísimo en la era de la posverdad. A lo que hay que animarse es a ser entusiasta, optimista y, sobre todas las cosas, a no disfrutar del sufrir. De los códigos porteños, ese fue el que más me costó sacarme de encima. Con Macri, esa tendencia se ve agudizada por la sobreabundancia de motivos reales para pasarla mal, sin contar la catarata de malas noticias que brindan los medios masivos de comunicación, sea los que hablan mal del gobierno actual como los que hablan mal del gobierno anterior. Sufrir en la era Macri es, como mínimo, esperable, aún cuando no se trate de personas que gozan de un masoquismo extremo como los rioplatenses. Entonces vas a empezar a desentonar el triple: no solo ya no querés pasarla mal sino que, al no vivir una realidad agobiante como la que propone el gobierno de los CEOS, no vas a tener más motivos que el común de la gente del universo para sufrir. Cómo vas a volver a juntarte con tus amigos o parientes después de ese cambio de esquema mental y sentir que pertenecés, problema tuyo.
Códigos: adicción al enfrentamiento
Junto con la vanidad del sufrimiento, después de un tiempo fuera de la madre patria te asombrará la violencia y agresividad con la que los porteños demuestran afecto e incluso dudarás de que eso sea afecto. Hacés bien: probablemente eso no sea afecto sino más bien neurosis y muchas, muchas ganas de pelear (porque sí). Ya sea por el asunto futbolístico, la lucha de clases, el peronismo o cualquier otra antinomia posible adoramos el conflicto, el enfrentamiento, la violencia simbólica, política, verbal, intelectual, física, etc. Basta ver cualquier foro de cualquier diario para evidenciar esa tendencia o la guerra de guerrillas digitales que instalaron los “call center” del PRO a través de su estrategia de comunicación. La famosa grieta no es más que una expresión de una idiosincrasia muy particular que combina un permanente resentimiento con ansias de demostrar que el otro es inferior o está equivocado. Me habían advertido que las reuniones, relaciones y conversaciones se crisparon más y más con la llegada de Macri al gobierno, dado lo impopular de muchas de sus medidas. Sin embargo, cuando volví al país después de un año y medio de viaje, el común de las conversaciones de mi círculo normal de gente me resultaron violentas. Parte del código que perdí también es ese: cuando quiero expresar afecto expreso afecto y cuando estoy enojada estoy enojada. No estoy enojada porque te quiero, ni te quiero porque me hacés enojar. Con una muerta por día en casos de violencia de género no me parece menor esta observación. Los porteños tenemos una tendencia muy marcada a la agresión como forma de comunicación que se diluye a medida que nos vamos alejando hacia el interior y se desvanece por completo como forma de relación cuando viajamos a otras latitudes. Por algo nos detestan en todo el mundo: somos cancheros, soberbios, gritones, maltratamos a la gente, nos creemos superiores y sobre todo agredimos, luchamos, peleamos por todo, todo el tiempo.
Lo que más me gustó de dejar de vivir en Buenos Aires fue, curiosamente, lo que más me gustó de dejar de vivir en mi violenta casa materna: no tener que discutir todo el tiempo para satisfacer mis necesidades. Dejé de putear al colectivero, al kiosquero, al vecino, al transeúnte, al gobierno, a la policía, a mis colegas, a los parientes y a mis amigos como dejé de putear a mi madre porque no me dejaba vivir en paz. Dejé de ser adolescente, dejé de quejarme, dejé de pensar que afuera de esa casa se vivía mejor porque esa casa era el peor de los infiernos. Ya puedo decir que “viví afuera”, como le gusta decir a la clase alta porteña: afuera de Buenos Aires, afuera de Argentina, afuera de América, afuera de la caja, afuera de mi zona de confort, afuera de occidente, afuera del capitalismo y afuera del área de cobertura. Lo loco es que sigo siendo tan o más peronista que como cuando me fui, aunque ya no discuta sobre política, ni milite en ninguna organización, ni vaya a votar por nadie en octubre. Hay cosas que simplemente no cambian, más allá de las bombas, de los fusilamientos, de los genocidas con 2×1 y la mar en coche.
¿Volver? Podría ser, de visita.