El leve
aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo.
Tienen que ser pares, las veces que hago las cosas.
Si me lavo las manos, si me cepillo los dientes, si enjuago una taza. No puedo
hacer nada una sola vez. Tiene que estar todo en equilibrio, en un orden
simétrico y par. Si no no sirve, no sirve. No se ordena el cosmos. No se
ordena.
Sé que no es mi responsabilidad ordenar todas las
cosas, pero es mi propio universo el que tengo que ordenar. Así fue que me
enamoré. Del orden. De ella. De ella alabando el orden japonés. Había escrito
tres crónicas porque había pasado tres semanas en Japón. Entonces fueron solo
tres mil palabras. No me gustan los números impares. Tienen que ser pares, las
cosas, los números, las veces que hago las cosas tienen que ser pares. Para
poder calmarme, para ordenar.
Así fue que me enamoré. Cuando me gustaron sus tres
mil palabras ordenadas en tres columnas porque pasó tres semanas en Japón. Lo
escribo dos veces. Para que esté ordenado. Pero ella desordenó y ordenó al
mismo tiempo. Eso es el amor, creo yo. Cuando el cosmos se ordena. Cuando los
planetas parecen alineados de pronto.
Me gustaron sus tres mil palabras y me gustó ella,
me gustó que considerara el orden como algo bello y me gustó que hablara de mi
enfermedad con tanto cariño. Que no la describiera ni siquiera como una
enfermedad, que viera en mi trastorno algo digno de admirar, o por lo menos
digno de retratar.
Entonces me enamoré de Japón enamorándome de ella.
Inesperadamente, como suele pasar. Nunca me imaginé que yo, que no puedo
esperar un colectivo por la ansiedad, que muevo la pierna todo el tiempo, que
masco chicle y me como las uñas sin parar, que no uso ascensores y que nunca
tuve siquiera la fantasía de subirme a un avión (por pánico, por pánico)
pudiera aventurarme a amar a alguien.
Pero ella lo logró. Publicó esas tres crónicas en
un portal que leía regularmente y tuve que escribirle. Agazapado atrás de mi
computadora, curioso por saber quién era, qué le gustaba hacer además de viajar
y escribir. Curioso por su amor por el orden. El desorden vino cuando me
contestó. Porque me contestó uno y cada uno de mis mails durante más de un año.
Y cuando noté que me daba taquicardia de solo reelerlos, cuando me despertaba
súbitamente a las 3AM y su contestación había llegado dos minutos antes, cuando
pasaba horas releyendo esas palabras que me habían cautivado desde la primera
vez, me animé a contarle a mi único amigo, que en realidad era mi primo, que la
amaba.
“No te podés enamorar de alguien que nunca viste”,
me dijo Ramiro y me ayudó a buscarla en redes sociales, aunque sea para que
viera una foto. Pero no la encontré. No existe. No existe mi cronista japonesa,
es obra de mi imaginación, pensaba frustradísimo. Y ahí lo entendí, no importa.
Para ver tengo las infinitas webs porno y los millares de sitios de citas
tapados de fotos de trompitas y escotes.
Pero ella me hace imaginar y ese es el afrodisíaco
más potente del mundo.
Pero ella me hace imaginar y ese es el afrodisíaco
más potente del mundo.
Si estar enamorado en general es un problema, estar
enamorado siendo un obsesivo es un problema a la N potencia. Y digo N porque no
es posible identificar la magnitud del agrandamiento que se produce sobre el
objeto amado cuando uno ya de por sí tiene una tendencia a agrandar las cosas.
Y asumo que con “agrandar” Uds. van a entenderlo, porque en realidad para un
obsesivo no hay tal cosa como agrandar o achicar, las cosas tienen el tamaño
que tienen, básicamente todo el tamaño posible. Para un enfermo como yo, el
“algo” con lo que me obsesiono pasa a adquirir el tamaño de mi cerebro y me
impide pensar en cualquier otra cosa.
Me asusté. Me asusté con mi propia obsesión por
ella. Creí que iba a espantarla al punto de que me denunciara a la policía con
mi catarata de mails. Pero aunque sabía que era inofensivo, sabía también que
podía dar la impresión de no serlo, de estar al borde de la locura, como el asesino
de John Lennon. El problema era que ella no parecía asustarse, lo cual la
convertía o en una periodista demasiado atenta con sus lectores o en una
obsesiva como yo. Eso me llevó a una encerrona imposible, tenía que ver cómo
reaccionaba ante mí para poder entender si estaba enamorada o no. Llegué a un
punto en el que tampoco sabía qué me daba más pánico en realidad, no es
conveniente para obsesivos enamorarse de obsesivos. Pero no pude soportar la
intriga y se lo propuse. Pasó casi un año desde que leí sus crónicas hasta que
se lo propuse, pero se lo propuse. Pasaron más de 400 mails donde nos
enamorábamos lentamente, hasta que se lo propuse, pero se lo propuse.
Y cuando le dije que quería verla, ella subió la
vara, como siempre. Tenía que desafiar mi status quo una vez más.
-Pasemos año nuevo en Tokyo -me escribió- y ahí nos
encontramos para conocernos.
El orden del desorden. El desorden del orden. El
BigBang. El amor.
Estuve varios días sin dormir después de ese correo
y pasé varias semanas sin contestarle. No podía subirme a un avión, no podía.
El trastorno obsesivo que ella vanagloriaba de los japoneses era lo que me
avergonzaba, me empequeñecía, me volvía absolutamente discapacitado.
-Te invité a tomar una cerveza, no hace falta que
vayamos a Japón, me alcanza con tus crónicas- esbocé tímidamente para tratar de
persuadirla.
-La experiencia es intransmisible-replicó- es como
la diferencia entre la palabra “beso” y un beso de verdad, avisame cuando estés
listo.
Pasaron 4 años desde ese último mail.
Nunca lo respondí, nunca más volvió a contactarme.
La perdí.
No pude, no pude.
La perdí.
Pero acá estoy, solo en el aeropuerto, esperando
para hacer el check-in rumbo a Tokyo. Gracias a estas crónicas entendí que mi
enfermedad podía significar algo hermoso, gracias a estas crónicas me enamoré.
Gracias a estas crónicas empecé un tratamiento. Gracias a estas crónicas me
estoy subiendo a un avión por primera vez en mi vida aunque sea con ataques de
ansiedad, pánico y sudores fríos.
Tengo que releer estas tres mil palabras sobre
Japón y agradecerle a ella, donde quiera que esté, haberme puesto entre la
espada y la pared así. Supongo que ya no la amo, aunque esté haciendo lo que me
dijo que haga, aunque esté haciendo lo que nunca pensé que haría gracias a
ella.
Sigo buscando el orden en el cosmos.
Aun cuando sé que es imposible.
Aun cuando las estrellas sean incontables y
probablemente impares.
Probablemente.
Trastorno
Sos un analfabeto.
No podés comprender absolutamente ninguna de las
palabras, letras, números de absolutamente ninguna de las cartelerías de
absolutamente ninguno de los negocios de absolutamente ninguno de los tipos de
negocios posibles.
Sos un analfabeto absoluto.
Todo es confusión (y luz).
Todo es confusión (y luz).
Todo es confusión (y luz).
Pero este lugar está lleno de negocios, con sus
cartelerías, sus números, palabras y letras. Y hay 50 líneas de subte. 50
literal. Todas en japonés.
Día 1 en Tokyo.
Gonzalo me pide que nos encontremos en un lugar
cuyo nombre es ininteligible. Es el barrio céntrico de Akasaka. Descubro que mi
hostel queda más lejos de lo conveniente para ser una turista full time: tengo
que tomarme tres líneas de subte para llegar al centro. No puedo, en lugar de a
Akasaka llego a Asakusa, en la otra punta de la ciudad. Comienzo a caminar sin
sentido aparente, miro mi Google Maps y está en japonés, miro los carteles de
las calles y están en japonés. A mi alrededor solo hay japoneses. Estoy en
Japón pero no puedo encontrar ningún punto turístico para visitar porque no leo
japonés. Gonzalo ya sabe que no voy a llegar porque no estoy ahí a la hora que
me dijo que esté, pero en realidad nunca pude avisarle porque, además, no tengo
conexión a internet. Tengo mi primer ataque de pánico. Estoy completamente
loca, pienso.
Camino sin rumbo ni sentido hasta que llego a una
avenida inmensa que da a un parque con un tori (arcada) elevado y escalinatas.
Entro “a ver qué hay” con un completo desconocimiento geo- espiritual y sin la
más mínima certeza de dónde estoy ni dónde estoy yendo. Una metáfora absoluta
de mi situación cósmica-espiritual. Pero en japonés. Estoy completamente loca,
pienso. Sí, pero tengo que llegar a alguna parte.
Entro al parque y veo a una niña de no más de 5
años vestida en atuendos tradicionales que camina en medio de un descanso en
las escaleras. Atrás de ella viene una mujer igual de emperifollada a la vieja
usanza japonesa y un hombre de traje. Parecen salir como de una película que no
vi, hablada en japonés. Saco 100 fotos de la nena, tiene una elegancia similar
a la de su madre, es pura sofisticación y apenas sabe caminar. Las dejo y me
interno en el parque. Aparezco en la mitad de un casamiento. Más de cien
personas entre niños, adultos, ancianos y jóvenes vestidos de gala. Todos
japoneses. La novia tiene un kimono íntegramente blanco y un sombrero gigante.
Se la nota enamorada. En japonés.
Me quedo sacando fotos, no tengo la valentía de
ponerme a hablar con nadie. Estoy shockeada por los colores de los kimonos, la
preciosidad de las niñas y mi propia capacidad de llegar a lugares insólitos
sin la más mínima pista ni certeza. Sigo recorriendo el parque y me encuentro
en una escalinata que había visto en todos los blogs de viajes. Era el lugar más
fotogénico del día y yo estaba ahí por casualidad, en completo estado de shock.
Sintiéndome completamente analfabeta. Pero estaba ahí. Eso que me pasaba era
cierto. Era cierto en japonés, pero cierto al fin. Cierto en japonés se dice
Ikutsu ka no.
Lo cierto y la paz mental duran poco: tengo que
tomarme los tres subtes de nuevo hacia mi hostel. Logro llegar a la primera
combinación con facilidad, pero está en uno de los puntos neurálgicos de la
ciudad subterránea y es hora pico. No tengo la más pálida idea de cómo combinar
las dos líneas más de subte que me faltan y a mi alrededor circulan miles de
personas en todas las direcciones. Miles de japoneses que hablan en japonés,
piensan en japonés, sienten en japonés. Me apoyo contra una pared de una estación
conexión de más de 5 líneas de subte. Estoy completamente loca, pienso. Sí,
pero tengo que llegar a mi hotel de todas formas. Ok. Respirar. Respirar en
japonés se dice Kokyū shimasu.
Salgo a la calle para ver si me oriento. Estoy en
la esquina de Shibuya Station, en la que un stop sincronizado
en cuatro direcciones comunica 5 esquinas. Se puede circular en cualquier
dirección, ya sea recto o en diagonal. Por cada luz en rojo se calculan unas
mil quinientas personas cruzando al mismo tiempo. En hora pico unas tres mil. Todos
japoneses. Algún que otro turista. Y nunca jamás nadie se choca, nadie se
insulta, nadie se enoja. Cruzo una vez: esto es un ritmo. Cruzo otra vez: esto
es un caos rítmico. Cruzo una vez más:
acá hay un orden secreto. Ok. Respirar.
Respiro. Contemplo a los japoneses. Tokyo tiene
13.62 millones de habitantes y una densidad de 6027,22 hab/km². Eso debería ser
el caos. Pero no. De una forma inexplicable los japoneses irradian una calma
que se traslada a todo, incluso a lo físico o fundamentalmente en lo
físico.
Respiro. Contemplo a los japoneses. Los contemplo,
no hay otro verbo. No los miro, no los veo. Los contemplo pasar de un lado al
otro, van hacia lugares que no sé pronunciar. Ninguno de ellos habla inglés,
pero tampoco sé qué les tendría que preguntar. Respiro. Contemplo, los observo
como si estuviera viendo un espectáculo del Cirque du Soleil. Descubro que hay
un ritmo japonés en el caminar, una melodía armónica que tienen todos, una
cadencia, un tempo casi musical. No se chocan ni se interrumpen, no se agreden,
no se molestan, no están esperando la violencia del otro, entonces tampoco la
ejercen.
Respiro. Estoy completamente loca, pienso. Sí, pero
tengo que llegar a mi hotel de todas formas. Sí. Ok. Respirar.
De alguna manera que no comprendo llego al hostel.
En mi habitación me encuentro con un oriental con el pelo muy corto, jogging y
cara de jugador de ping pong. Me pregunta mi nombre, mi nacionalidad. Habla muy
buen inglés. Se llama Li y es chino. Le pregunto si las estaciones de subte
tienen los nombres escritos también en chino porque durante el día llegué a
descifrar que algunos caracteres son más curvos que otros. Entonces Li baja de
su cama marinera, busca un papelito en el bolsillo y me dice: “Escribí tu
nombre”.
Escribo mi nombre.
Agarra la lapicera y empieza a traducir línea por
línea.
-Ese es tu nombre en chino– me muestra.
-Ese es tu nombre en japonés- termina.
Los caracteres que hace no son letras sino dibujos,
tienen sentido por sílaba, componen una música que no entiendo, que es erótica
justamente por eso, porque no sé qué significan, es puro misterio. Es eso que
todos a mi alrededor saben y yo no.
Los ideogramas chinos y su derivación japonesa son
casi desconocidos para los occidentales y tiene una raíz simbólica mucho más
cercana a la naturaleza que las letras de nuestro alfabeto, por lo que si
“Persona” es efectivamente el dibujito de una persona (⼈), multitud es simplemente la sumatoria de ese dibujito (⼈⼈⼈). Esto debería redundar en un universo más acotado de lo que simbolizan
las palabras, en tanto construcción no representativa de la realidad. Pero a la
vez las acercan a aquello que realmente existe, convirtiendo al lenguaje en un
medio para la aproximación a la naturaleza que es, en última instancia, aquello
según lo cual sintoísmo y budismo asumen que están unidos los seres humanos en
un continuo que además incluye a más de 8 millones de dioses.
Dice la Wikipedia: “El sintoísmo afirma la
existencia de seres espirituales que pueden encontrarse en la naturaleza y
representan cualquier fuerza sobrenatural o Dios, como los dioses de la
naturaleza u hombres sobresalientes. Los japoneses, como hijos de los kami,
tienen ante todo una naturaleza divina. Por consiguiente, de lo que se trata es
de vivir en armonía con ellos, y así uno podrá disfrutar de su protección y
aprobación”.
Tiene sentido: japoneses, naturaleza japonesa,
palabras japonesas y Dios podrían ser la misma cosa. Una sola cosa. Armónica, indescifrable y divina.
Trato de sentir paz pero me cuesta. El trastorno es
permanente. No son solamente las letras, es la forma en la que se agarran los
libros, la verticalidad de las palabras. La erótica de lo indescifrable, pero
también el orden alterado de las cosas es lo que hace a Japón tan atractivo,
tan mágico. En esa alteración aparece todo lo inesperado: no se puede fumar en
la calle pero sí en los restaurantes, no se dejan los zapatos adentro de las
casas, no hay inconveniente con el símbolo nazi porque es originalmente el
signo budista de la abundancia, los autos casi no tocan bocina, los niños van
solos por la calle, los hombres usan cartera, etc., etc.
Ya no sé bien qué es cierto. Ya no sé bien qué es
normal. Pasé un día en Japón y todo lo que consideraba cierto y normal dejó de
serlo.
-¿Y no querrías votar?- Le pregunto a mi compañero
de cuarto chino, a propósito de vivir en el comunismo más grande del mundo.
-Yo voto -me contesta socarrón.
Lo miro en silencio. Sigue:
-Voto a mis delegados en la clase en la escuela, en
mi barrio, en mi club.
-Pero eso no es democracia.
-Quizás el problema del capitalismo occidental sea
la democracia.
Obsesivo
Los trenes de alta velocidad en Japón son lo más
certero que existe: nunca están demorados pero nunca llegan antes, nunca se
detienen más de la cuenta ni donde no deben. Son perfectos, porque la
perfección en Japón sí existe. Y como lo perfecto se considera verosímil se
busca en cada uno de los aspectos más insignificantes de la vida, con un nivel
de obsesión tal que, en la mayoría de los casos, se consigue.
Puede que se discuta si todo lo perfecto es bello,
o si todo lo bello es perfecto. Puede que se discuta si el cuidado del detalle
es lo que convierte lo “normal” en “bello” o si lo “feo” y lo “imperfecto” no son
más estimulantes. Puede que se discuta la definición de perfecto. Pero hay algo
muy tierno detrás del gusto nipón por los detalles que los hace irresistibles:
la completa devoción de los japoneses por la perfección y la belleza es una
muestra indiscutible de amor por todo lo que los rodea. Considerando al amor como destinar energía, tiempo y cuidados a aquello que nos importa, para lo que nos
entregamos porque queremos sea perfecto.
El ejemplo más claro es el origami, que, aunque
originario de China, tiene en Japón una larga tradición. Una antigua leyenda
promete que cualquiera que doble mil grullas (pequeñas palomitas) recibirá un
deseo de parte de ellas. Durante el siglo XX, la tira de mil pequeños pajaritos
se convirtió en un símbolo de paz gracias a Sadako Sasaki, una niña que intento
así curarse de leucemia producida por la radiación de la bomba atómica de
Hiroshima. Allí, en el Parque conmemorativo de la Paz de Hiroshima, el Monunento a la Paz de
los niños tiene una grulla gigante de acero y está rodeado por cientos de miles
de millones de pequeñas grullas apiladas en estanterías que desde todo el mundo
envían colegios, instituciones y personas corrientes que quieren demostrar su
solidaridad con el pueblo japonés. Sin embargo, no solo en Hiroshima hay
origami, todo Japón está poblado de templos de diverso tamaño que ostentan sus
tiras de mil grullas para
ofrendar a los dioses. Pero detrás de esos miles de millones de papelitos
doblados simétricamente hay japoneses. Gente que dedica horas y horas en una
tarea repetitiva y autómata. Gente devota, comprometida y sumergida en una
serie de dobleces perfectos, absolutamente perfectos, que buscan llegar a la
divinidad. Pero hay algo de lo repetitivo del origami, de lo detallista y lo
milimétricamente perfeccionista que requiere su técnica que recuerda a un
poseso, a un obsesionado, a un enfermo. A alguien que piensa demasiado las
cosas o que solo puede pensar en esa sola cosa. ¿Es eso amor?
Sábado a la noche en Kyoto. Con Valeria alquilamos
bicicletas y recorrimos la ciudad durante todo el día. Hay más templos que
casas y en muchos de ellos, cientos de cadenas de mil grullas. Para las seis
caemos agotadas en un bar irlandés. Estamos a una distancia lo suficientemente lógica
de nuestro hostel como para poder emborracharnos. Entonces lo hacemos: nos emborrachamos.
Luego de un par de horas, se nos acerca un señor mayor y comienza a hablarnos
con una delicadeza insólita para un approach en un bar. El Sr. baila
entre nosotras y habla (bien) en inglés. Indago en su background: es presidente
de una compañía, me da su tarjeta, está en japonés. Bailamos, reímos,
charlamos. No me siento intimidada por el hecho de que sea 30 años mayor que
yo, no hay en él un hálito de lascivia. Se llama Mr. Fuyi, como el monte a una
hora de Tokyo. Podría ser mi padre.
Al rato Valeria le dice que quizás yo quiera otra
cerveza. Mr. Fuyi compra alcohol para las dos y trae unos nachos que nos
devoramos. Tenemos hambre, estamos ebrias, él lo sabe, todos lo sabemos. Pero
en ningún momento de las cuatro horas que compartimos con él nos sentimos
incómodas y aunque no se comporta tampoco como un padre, sí ofrece una muestra cabal de la elegancia japonesa: respeto
por el otro, orden, decoro, sutileza.
La perfección japonesa radica exactamente ahí: en la
sutileza de lo que no se ve, en lo que se mide milimétricamente para que
parezca ordenado mientras flota en el caos, en la búsqueda obsesiva por la
belleza como sinónimo de armonía y que es así una oda a lo sutil, a lo no
estridente. De ahí la sexualidad naif de las orientales que conquista a
occidente. No son Pamela Anderson, no son Salma Hayek, no son Sofía Loren. Son
japonesas, son asiáticas, inventaron la elegancia sexual basada en lo que
insinúan sin explicitar.
Y si lo que se ve en Japón es producto de cálculos
obsesivos por la búsqueda de la perfección y la belleza, lo que no se ve en
Japón es el sexo. Pero aun así aparecen, envueltas en misterios, miles de
japonesas por todo Kyoto que juegan a disfrazarse de geishas y pasear con sus
atuendos por toda la ciudad como si se tratara de una tarde de spa o shopping
con las amigas. Están completamente vestidas de trajes tradicionales que no
dejan ver absolutamente nada de su cuerpo. ¿Por qué aun así son sexys? ¿Por qué
aun así destilan erótica? Porque las geishas ejercitan (o excitan) el músculo
más sexual de todos: la imaginación. Por eso la carga erótica que tienen los
cafés con meseras disfrazadas de mucamas a los que me arrastra Gonza contra mi
voluntad. Sabemos que es un café, sabemos que esas chicas no son mucamas sino
mozas, sabemos que están jugando a calentar clientes con el trip
servilismo/sumisión, pero siempre sutil e ingenuamente.
¿Quería acostarse con las gringas borrachas el
empresario con dinero y soledad que fue a pagar tragos a un bar irlandés un
sábado a la noche en Kyoto? Quién sabe, probablemente sí. Pero no. Sí pero no.
Ni. Sutileza en su máxima expresión.
Pero eso a la vez supone la erótica de la obsesión
en un plano simbólico: aquello que no se expresa, que es sutil y confuso (ya
sea aquello que no podemos comprender o no podemos alcanzar o no podemos
concretar) asume sobre nosotros el carácter de objeto deseado. Y ahí ejerce su
poder, en la negación de la concreción, en el deseo. Deseo y obsesión pueden no
ser lo mismo, pero se parecen y mucho. De ahí que el trastorno y la obsesión se
conjuguen en Japón con una magia insólita para un occidental: lo que no podemos
entender es justamente aquello que más nos atrapa. Japón es un país sexy si
entendemos que la diferencia entre lo sexy y lo sexual radica en el nivel de
sutileza que se maneja. Japón es un país elegante si entendemos que la
diferencia entre lo elegante y ostentoso es similar.
Japón es esa belleza de lo oculto, de la
premeditación de lo velado con intención perturbadora y a la vez estimulante:
la perfección de lo inconcluso, la insinuación, lo no obvio. Japón es todo,
menos obvio. Como buen obsesivo, Japón es premeditado y jamás dejará nada
librado al azar, pero todo sucederá con el claro objetivo seductor de
perturbarte. No te darás cuenta de lo que está haciendo sobre vos. Hasta que
estés completamente enamorado.
Compulsivo
En Japón hay más barbijos que personas. Símbolo
universal de la higiene, las mascarillas representan mucho más que la
separación del contacto del aire (que se asume contaminado) con las mucosas
propias y ajenas. En Japón los barbijos simbolizan una vertiente más del
respeto por el otro. Cuenta la mitología urbana que los japoneses los usan no
para protegerse ellos del exterior sino para proteger a los demás de sus
posibles enfermedades. El cuidado más extremo adquiere así un cariz de tipo
compulsivo y por ende patológico. De ahí que no me sorprenda ver barbijos con
distintos “estampados” o con figuras alegóricas a Hello Kitty y asociados, de
ahí que no me horrorice cuando vea miles de tapas de inodoro con un comando
lateral que no se entiende para qué sirve o finalmente unos minúsculos
dispositivos de goma que encuentro en el mayor sex shop de Tokyo al que
entramos con Valeria atraídas por los disfraces que se ven desde afuera.
Somos las únicas mujeres en un lugar por supuesto
reducidísimo en espacio y atiborrado de consoladores eléctricos, pantallas que
proyectan videos pornos de manga, pósters con vaginas cortadas trasversalmente
en los que se explica muy didácticamente todas sus cavidades y por supuesto
barbijos, miles de barbijos de distintos colores y tamaños. Creo que nada va a
sorprenderme ya hasta que veo una pequeña bolsita con diminutos artefactos de
látex. Eso que tengo enfrente y carece completamente de sentido tiene una
etiqueta que dice, en japonés pero por suerte también en inglés: “condones de
dedo”.
Como buen país del primer mundo, en Japón hay
muchísimos teléfonos celulares. La selfie y su famoso palito invaden calles,
templos, bares y restaurantes. En el subte tokiota está prohibido tener una
conversación telefónica, pero eso no quiere decir que todos no estén mirando su
pantalla compulsivamente. Los hay gigantes, los hay pequeños, los hay táctiles,
los hay “con tapita” (última moda vintage japonesa), pero los teléfonos invaden
la vida cotidiana nipona con el desdén de quienes fueron los primeros en
desarrollar adicción por la telefonía inalámbrica a principios de siglo. Pero
eso ya no asombra: ya todos vivimos en el futuro 3.0 y usamos compulsivamente
nuestros teléfonos. Lo que sí sorprende es el alto índice de ludopatía asociado
a la tecnología. Es por eso que todas las ciudades japonesas están pobladas de pachinkos,
salas de videojuegos para adultos en las que cientos de japoneses, en su
mayoría hombres, destinan horas y horas de tiempo vital que podrían estar
empleando con amigos o familia en solitarias sesiones de gaming.
Prefieren aislarse en una sala gigante de videojuegos, con las miradas
completamente perdidas en pantallas, rodeados de un sonido ensordecedor y de
“guardias” que circulan y nos prohíben sacar fotos de ese hermoso espectáculo
de aislamiento y desolación. Entrar a uno de esos lugares implica no solamente
ensordecerse sino también enloquecer un poco. Miles de maquinitas luminosas
produciendo, según números oficiales, más riqueza que los supermercados. Miles
de hombres y mujeres alienados jugando compulsivamente. Cigarrillos que se
consumen en las manos, espaldas curvas, soledad.
La compulsión nipona puede adquirir entonces
diversas formas: puede convertirte en ludópata pero también en un perfeccionista.
Y puede combinarse con la obsesión por la limpieza y volverte un poco paranoico.
Leo las noticias: “Los baños del aeropuerto de Tokyo han sido equipados con
´papel de baño´ especial para desinfectar los celulares. Los dispensadores se
han instalado en 86 cubículos y estarán en prueba hasta marzo del año próximo.
La empresa justifica la curiosa iniciativa con un interesante dato: ´Hay una
cantidad más de cinco veces mayor de gérmenes en la pantalla de un celular que
en el asiento de un baño´”.
Finalmente podés unir las piezas: los dedos
japoneses han de ser preservados, resguardados, aislados. Son los dedos que se
usan en la dactilopornografía de la pantalla táctil pero también los que doblan
papel para conectarse con la divinidad. Son los dedos del sushi man, que deben
ser lo suficientemente rápidos para que el arroz no se caliente, pero también deben
estar excesivamente limpios, siempre.
Por eso estás viendo condones de dedo. Respirá.
Tiene sentido. Respirá.
Pero solo tiene sentido acá. Respirá.
Es tarde, aunque respires una y otra vez, ya es
tarde.
Estás en un sex shop en Tokyo viendo condones de
dedo y entonces todo tu sistema ya explotó por los aires: pensás en cientos de
dedos penetrando cavidades genitales. ¿Cuántos hubo? ¿Cuántos habrá? ¿Por qué
nunca pensaste que esos dedos podrían tener tantas o más bacterias que
cualquier otra cosa que necesita protección de látex? ¿Cómo no procuraste
cuidar al otro de esas roñosas uñas cuando estabas jugueteando por ahí?
¿Cómo lo descuidaste tanto?
Lógico: no cuidás al otro, no te importa el otro,
no buscás la armonía entre el universo, el otro y vos porque no entendés que
somos la misma cosa.
Lógico: Creés en vos, en tu ego, en tu cinismo
occidental de no creer nada ni de cuidar nada porque nada vale la pena.
Lógico: Solo venerás tu libertad individualista y
te olvidás del cosmos.
Lógico: Te conformás con sobrevivir, con sacar la
tajada más grande de la torta que sabés que no alcanza para todos, pero no te
importa.
Lógico: Metés tu roñoso dedo en el culo del mundo y
no te importa.
Lógico: No sos japonés.