Mamá presa. Papá muerto. ¿Padrastro? Deprimido. ¿Medio? Hermano en
Capital. La vida de Federico Méndez había pasado de marrón oscuro a negro en
apenas unos días. No solamente se había enterado de que era hijo de Pancho
Ipazaguirre sino que su madre era una asesina. Además, el embarazo que había
perdido ella ese año también era del forro de mierda que cagó a medio pueblo.
La ¿buena? noticia, dijo el abogado, es que si se hacía un ADN él heredaría
toda la fortuna de Ipazaguirre, que no tenía hijos ni deudos. Entonces, Fede Méndez
pasó de ser el nerd menos popular de Chacabuco al hijo ilegítimo de un
millonario y una criminal. No podía ser cierto, pero lo era. Como con un pase
de magia, él ya no era quien era sino lo que los demás decían que era. El hijo
de la asesina. El hijo del adulterio. El hijo del mismísimo mal. Su sangre no
podía estar más contaminada, pensaba mientras lloraba tirado en su cama. Deprimidísimo,
asumía que lo mejor sería usar todo el dinero que decían que heredaría para
irse lo más lejos posible de esa cueva infectada llamada Chacabuco, que cada
vez se parecía más al truculento ChacaPeaks de sus revistas. Y ahí se iluminó: lo
único que podía hacer con el prontuario que su ¿familia? acababa de dejarle era
escribirlo, exorcizarlo, sacárselo de encima. Iba a arrancar ChacaPeaks Nº13, pero esta vez obligaría a la editora
del Diario Cuatro Palabras a
publicarlo. La catarata de pensamientos y elucubraciones sobre quién era quién
en ese agujero abandonado de la bondad de Dios llamado Chacabuco vería
finalmente la luz. Ahora que él era el dueño del pueblo ¿Quién podría
contradecirlo?
Dejó de llorar, se levantó de la cama, agarró la lapicera y empezó:
Ricardo y Marta habían decidido
contarle ese día la verdad al Fede, pero en realidad lo que querían era que él
se diera cuenta solo, como en una iluminación o una revelación cósmica. El
problema era que él estaba tan entusiasmado con la feria de ciencias del
colegio que nunca se percató del asunto. Entonces era menester decirle, pobre
Fede, la verdad de una vez. El acuerdo había sido difícil: Marta pensaba que no
hacía falta, que el pobre chico bastante tenía con haberse cambiado de colegio
y de amigos, encima esto ahora iba a ser catastrófico. Ricardo tenía la carta
de la masculinidad. “Así se hacen los hombres”, decía a los gritos. Ante eso
Marta mucho no podía contraatacar. Si bien tenía dos hijos varones, no sabía
cómo se hacían los hombres. Sí recordaba que su papá les daba mucho con el
cinto a sus hermanos, así que los hombres podían hacerse de muchas formas,
porque ella no permitía, por ejemplo, que Ricardo le diera con el cinto al
Fede, aunque algunas veces se lo mereciera. En algún punto a Marta le resultaba
extraño que su marido quisiera tanto sincerarse, cuando sabía que a ella le
guardaba muchísimos secretos, entre ellos que iba a la florería de Julieta más
seguido de lo que hacía falta, solo para mirarle el escote y hacerle algún
chiste. También Ricardo escondía sus cartas a la madre, porque sabía que Marta
las odiaba, a la madre y a la idea de que él siguiera escribiéndole cartas a
una muerta. Pero en esto Ricardo se había puesto más firme que nunca, había que
contarle la verdad al Fede.
A las cinco y diez llegó
contento, su experimento con jabones había sido una de las cosas más visitadas
de la feria y hasta había vendido los quince que había hecho para juntar plata
y comprarse la Play3. No se la vio venir ni ahí, pero ni ahí, cuando se
encontró a sus viejos sentados en el living con cara de circunstancia. Lo
primero que pensó fue que le iban a decir que era adoptado. Siempre había
fantaseado eso. Tener una familia diferente y mejor en algún lugar remoto del
mundo lo entusiasmaba, le daría la excusa perfecta para irse de Chacabuco y
viajar. Lo segundo que pensó fue que sus padres se separaban. El ya había visto
a Ricardo con Julieta más de una vez en la florería. La tetona era más rápida
que su mamá, pensaba Fede, así que seguro ya lo había engrampado al viejo con
un pibe y chau picho. Lo tercero que pensó cuando los vio juntos fue que habían
encontrado las revistas abajo de la cama. Pánico. Pero no. Ni en pedo se la vio
venir el Fede. Ni ahí.
-Hijo, vení, acá con Papá tenemos que decirte algo-
balbuceó Marta.
-¿Qué onda má? Tengo tarea- quiso
escaparse el Fede.
-Sentate acá, pendejo- tiró duro
Ricardo.
Fede se sentó en el sillón y
respiró hondo. Ni un nesquick le habían dejado prepararse.
-¿Pasó algo malo?
-No, bueno, malo no, pero sí
inesperado- dijo Marta, delicada.
-Vas a tener un hermano, carajo-
gritó Ricardo- ¡Tu mamá está embarazada!
Fede abrió los ojos como el dos
de oro. ¡¿What?! Imposible, si estos dos se llevan a las patadas, pensó, qué
vida de mierda va a tener este nene.
-Qué divertido, ¡un bebé! –
exclamó, y se fue a su habitación.
Por fin se lo habían sacado de
encima. Fede sabía que tendría un hermanito. Le costaría aceptarlo al
principio, pero después se acostumbraría. En su cuarto, el hasta entonces hijo
menor de los Méndez agarró las revistas de abajo de la cama. Las abrazó y en un
suspiro dijo:
-Pensé que les había pasado algo,
mis chiquitas.
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