Méndez, Gómez, Rodríguez, Machado y
Artusi: los jinetes del apocalipsis. Todos juntos alrededor de la mesa parecían
entusiasmados como niños con el jueguito nuevo de la play. Es que en algún punto estaban jugando y en algún punto,
aunque ya no fueran niños, también sentían que eso que estaban haciendo era lo
más cerca de un videojuego que habían estado en sus vidas. Robarle al malo de
la película no era exactamente robar, había dicho uno. Ese hijo de puta se lo
buscó, había dicho otro. Que vea que no puede hacer lo que quiere, se
envalentonó uno que había tomado de más. Hablaban de Ipazaguirre, con el que
todos ellos tenían deudas, y a quien le iban a robar de su propio dinero para
pagarlas.
Méndez, Gómez, Rodríguez, Machado y
Artusi: los Robin Hoods de Chacabuco. Los chapulines colorados de la pampa húmeda,
reunidos todos frente a un mapa de la ciudad y sus lotes aledaños, craneando lo
que para ellos sería un golpe maestro.
El terreno de Machado padre,
encadenado en una sucesión sin límites, iba a ser rematado a fin de mes.
Ipazaguirre lo sabía bien: tenía un registro minucioso de cuáles eran los lotes
abandonados, los ocupados, los de sucesión eterna. De eso vivía: un archivo
interminable de apellidos y árboles genealógicos que le permitía tener agarrado
de los huevos a todos. Además, el lote de Machado era el único de toda la
manzana que no le pertenecía y con él, aumentarían sus chances de vender la
hectárea completa. Todos sabían que Ipazaguirre anhelaba ese terreno como pocos
y todos sabían que iba a hacer lo imposible para arruinarle la vida a sus
dueños hasta conseguirlo.
Pero esta vez sería
distinto.
Machado padre había hecho un boleto de
compra venta que nadie conocía, por lo que le había vendido, en vida, el
terreno a su primo Omar, que desde Junín, digitaba la parte más jugosa del
plan. Cuando Ipazaguirre pagara chirolas por el terreno en el remate, Omar
aparecería por el pueblo con uno de sus abogados y a cantarle al juez que eso
no era ocupación y que el terreno no valía cuatro veces lo que él lo compró.
Ipazaguirre, todavía sediento del lote para completar la hectárea, trasladaría
una buena tajada de su fortuna, oculta en su amurallada casa, a la inmobiliaria
en el centro. Y ahí entraban ellos: lo interceptaban, le metían palazo en la
nuca y le sacaban la guita. Cuando tuviera que volver a buscar más plata y
pagara finalmente, habría pagado dos veces por el mismo terreno. Dos veces
estafa: estafa al cuadrado.
Méndez, Gómez, Rodríguez, Machado y
Artusi estaban exultantes: solo les quedaba confiar el uno en el otro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario