La juntada de firmas para que Pancho Ipazaguirre
dejara de lucrar con las deudas incobrables con las que había amasado su
fortuna parecían una especie de botella tirada en pleno mar en el momento justo
en el que el Titanic choca con el iceberg. ¿Quién había mandado a esos a creer
en el derecho cívico de protestar?
¿Quién les había dicho que muchos
juntos pueden cambiar esas cosas que solo uno o dos deciden en el fondo?
Sin embargo, las jornadas de
movilización fueron exitosas: día tras día las señoras de Gómez, Rodríguez y
Machado habían recorrido puerta por puerta, explicado los pormenores de la
estafa por los cuales sus lotes estaban en peligro de ser expropiados por el
mismísimo señor usura. Habían dado lecciones aprendidas de memoria en jornadas
de torta de ricota y bizcochitos de manteca sobre cómo Ipazaguirre padre e
Ipazaguirre abuelo habían hecho del ahora Ipazaguirre hijo un verdadero
Rockefeller. No les costó mucho: como el Sr. Usura era más conocido por viejo
que por diablo, el que no se animó a firmar fue por eso, porque no se animó.
Luego de un mes de arduo trabajo, las
patriotas lo habían logrado: más de dos mil firmas para que Ipazaguirre deje de
otorgar créditos a aquellas familias que no tenían –y nunca iban a tener–
fondos para pagarlos. Más de dos mil firmas que, en el despacho del que
correspondía, iban a hacer justicia.
A la que le costó asumir que el viejo
merecía una apretada fue a Julieta, una de sus tantas amantes. Pensaba que no
le gustaría encontrarse nuevamente con él y que supiera que había firmado en su
contra. A Graciela, su mamá, sí le gustó la idea. Ese guacho la había
entusiasmado con la mar en coche en los ochentas y ahora se acostaba con su
hija, era para matarlo más que para demandarlo.
Pero Ricardo Méndez convenció a
Julieta, esa noche en la que se volvieron a ver después de los meses que duró
el embarazo de Marta y que lo alejaron de su amante. La convenció como se
convence a un niño triste, con mentiras y algodones. Le dijo que lo que había
pasado entre ellos era “muy fuerte” y que “hacia mucho no le pasaba algo así”
entonces que por eso “no le podía mentir” y que “había que firmar” porque “ese
sorete” bien merecido se tenía “un escarmiento”.
Pobre Méndez, pensaba Julieta mientras
se abrochaba el corpiño en la salita atrás de la florería donde se veían,
pensar que él se acuesta en la misma cuchetita esta que el sorete y no siente
el olor. Muchas flores, seguro.
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