Estaban todos. Artusi, Gómez, Rodríguez,
Machado. Sentados en la larga mesa del fondo de lo de Ricardo, esperando que
Marta trajera las ensaladas, ya pasados de vino, pero muy consientes que tenían
que hacer algo. En la parrilla había un festín: achuras, tira, vacío, matambre,
unas provoletas y hasta ese engendro de ajíes rellenos con huevo que les
gustaban solo a las mujeres.
Pero Marta era la única dama del
cónclave. Los demás habían ido sueltos. El asunto era de pelotas. Y lo único
que hacían las mujeres era llenarlas de estupideces, le había contestado de
mala manera uno a la señora que le pidió ir.
El plan era difuso: había que
cagar al que los cagaba a ellos. Pancho Ipazaguirre, el dueño del pueblo, el
señor préstamos sin intereses que, año a año, los había venido haciendo mierda sin
titubear. El Sr. Usura, con contactos en
la intendencia, en la gobernación, en Capital. Que ahora arremetía
contra Gómez pero que ya lo había hecho con todos los demás.
Juntos podemos, pensaban
entusiastas, somos más.
La idea fue tomando forma a medida que pasaba la
noche: uno se ocuparía de ofrecerle un negocio, el otro le diría que había con
qué, el siguiente dibujaría números, y finalmente, cuando Ipazaguirre se
convenciera de que había que invertir, llevaría la guita desde su casa
amurallada a la inmobiliaria del centro. Y ahí listo, se hacía un boquete y
chau hipoteca, chau intereses, chau humillación.
-¿Pero Ustedes se piensan que el
tipo es boludo? - dijo Marta, mientras completaba con Rolitos la hielera.
El silencio que se hizo luego de
su intervención le recordó a cada uno lo bien que había hecho en no invitar a
su esposa. Ella siguió:
-Si fuera tan ingenuo no los
tendría a todos agarrados de las pelotas, muchachos, tienen que pensar en algo
más elaborado.
Más silencio. Solo el ruido de
los Rolitos en las hieleras de metal.
-Algo que involucre una mina, ¿O
acaso no saben el dicho de la yunta de bueyes?- se mofaba Marta.
El silencio creció tanto que
alcanzó para darle a entender que se tenía que ir a la cocina. Allá, sola,
mientras miraba hablar a los señores conspiradores, recordó las veces que había
estado con Ipazaguirre en la cama. Las veces que él se había reído como un nene
de las cosquillas que ella le hacía. Las miles de veces que había llorado, en
la intimidad de las sabanas, el tipo que querían voltear en su propio patio.
Se acarició el bajo vientre: pidió
que el nene de Pancho Ipazaguirre saliera escorpiano como su papá.
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