Convencido de que ya no pertenecía más a ese lugar, Martín Méndez
bajó del micro con más fastidio y resignación que otra cosa. Como en la
ruta no había señal y su trabajo en Buenos Aires lo obligaba a tener
dos celulares, los chequeó mientras esperaba un remise. Tenía nueve
correos de la empresa y dos mensajes de Carla. La pobrecita creía que seduciéndolo
iba a conseguir ascender rápido. Nadie le avisó que a Martín le
gustaban los hombres, pero qué podía hacer él si ella no se daba
cuenta. No hay peor ciego que el que no quiere ver, volvía a repetirse
el gerente general de Electronika SA, recordando las épocas en las que
todo Chacabuco se hacía el sota sobre su condición. La confusión de
Carla lo hizo decidirse: era hora de blanquearlo con la vieja. Quizás
ahora no le caería tan mal. Sí, ya está, le digo la verdad y de paso no
vengo nunca más en la vida a este pueblo infecto.
Marta
estaba exultante. Martín venía de Capital para pasar el feriado y
finalmente le podrían contar que estaban embarazados. No había querido
decirle nada por teléfono por miedo a que se lo tomara mal y no
quisiera ir. Como correspondía, había preparado de todo para recibir a
su príncipe, un matambre, sesenta canelones de tres gustos y dos
tortas: la de ricota y una selva negra, la favorita de su hijo mayor.
Ricardo andaba fastidioso por la llegada de Martín pero lo disimulaba
bien. Siempre lo mismo esos dos, se llevan a las patadas porque son
iguales. Puros celos, pensaba Marta, que deseaba que su bebé por venir
fuera una mujer porque estaba un poco aburrida de que en su casa solo
se hablara de fútbol. Cuando escuchó el remise en la puerta, en el
estómago se le hizo un remolino de nervios. Sabía que la idea del
hermanito a Martín no le iba a gustar, pero igual, estratégica, se lo
iba a decir más adelante, primero que coma, mi chiquito.
-Por fin, Tinchin, no llegabas más– gritó Marta abrazándolo
-¿Qué hacés vieja? Cada día peor esto, cuarenta minutos esperando el remise – bufó Martín
-Mirá, te hice selva negra, tu favorita – intentó cambiarle el humor Marta
-Ya te dije que no como grasas, mamá, pero gracias.
Fede
saltó de la cama cuando escuchó la voz de su hermano en la cocina.
Tenía que hablar personalmente con él sobre un tema que lo angustiaba
mucho. No daba por chat explicarle que todos en el colegio lo acusaban
de homosexual porque le gustaba más leer que otra cosa. Tenían que
pensar como mandársela a guardar al imbécil de Ramírez, sobre todo, que
andaba diciendo por todo el pueblo que él había querido toquetearlo,
cualquiera. Seguramente Martín iba a dar en el clavo: alguna maldad de
esas que hacía él con su famoso Grupo de los Nueve, una especie de liga
de la justicia chacabuquense, antes de que todos emigraran a Capital.
Algo que le duela mucho al idiota ese, tenían que pensar juntos. Algo
que muestre que los Méndez somos todos bien machitos, loco, qué onda.
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