Y entonces China conquistó el mundo. Fue una cuestión de tiempo, de proporción. Con el fin de la política del hijo único en 2015, la matemática pura se convirtió en aliada del imperialismo más antiguo de la historia de la humanidad. No hicieron falta armas nucleares ni químicas: se envió un ejército de un millón de orientales a cada país del mundo pero con la expresa orden de no atacar y se neutralizaron así las autoridades locales. Los capitales trasnacionales fueron sobornados con el convincente argumento de retirar la monstruosa demanda china en sus balances y se generó pacíficamente un bloque mundial que lo abarcó todo.
O casi todo.
Los únicos espacios libres del dominio oriental fueron, por motivos muy diferentes, Rusia y Australia. Aliado con Corea del Norte, Moscú imponía un régimen a la vieja usanza soviética pero muy diferente al chino. Más allá de los matices, el mundo entero se volvió rojo: solo se podía elegir entre comunismo chino o comunismo ruso. Por su parte, Australia había sido aliada comercial de los orientales desde siempre, por lo que había logrado un status jurídico privilegiado por el que se le permitía autogobernarse. El mágico reino de Oz se erigía así orgulloso como el único país capitalista del mundo. Con una extensión abrumadora de tierra fértil dispuesta a albergar a todos aquellos que quisieran habitar el “Territorio Libre de Australia”, la inmigración a la isla comenzó a aumentar desproporcionadamente. Sin embargo, Canberra se abogaba la potestad de enviar población a Christmas Island -ya establecida en 2009 como una isla de refugiados- o integrarla a su sociedad continental. Aparte, aquellos que hubieran residido más de seis meses allí con anterioridad al Régimen Chino Mundial, podían reclamar la ciudadanía.
Para cuando el Nuevo Orden se instaló en el globo, vivía en una ciudad latinoamericana completamente sometida y escribía para algunos portales online. Al principio sentí algo de alegría por el triunfo del comunismo sobre el imperialismo capitalista, pero con el tiempo mis viejos hábitos burgueses se fueron convirtiendo en incompatibles con los patrones de conducta orientales. Fue por eso que decidí solicitar asilo en Australia, confiando en que ellos tendrían datos de mi estadía allí durante unos meses de 2016 y me otorgarían la ciudadanía.
Menuda mi sorpresa cuando desde Canberra me dijeron habían encontrado unas crónicas de mi paso por la isla en mi blog y por eso decidieron hospedarme en la prisión/ campamento de Christmas Island, ya que de mis relatos no se desprendía que “pudiera convivir con la sociedad australiana en armonía” (sic).
Publico ahora esas crónicas para aquellos que ya no recuerden cómo era el capitalismo. Lo más subversivo de mi relato es que hay grandes probabilidades de que siga reflejando la realidad australiana hoy, imposible de conocer gracias al blindaje informativo que niega la existencia de cualquier variante al Régimen Chino Mundial. ¿Mi paradero? Eso ya no importa. Cuando se habla de Australia el tiempo y el espacio dejan de tener sentido. Todo empieza lentamente a desmaterializarse. Y a flotar.
La (im)posibilidad de una isla
26 de enero 2016, 3 Burton St, Glebe, Sydney, NSW
Fiesta de Australian Day en mi jardín con bananos. Entre cincuenta y sesenta personas, casi todos australianos. Empiezan a beber a las tres de la tarde pero comen recién a las cinco cuando llegan las pizzas gigantes que tienen pollo, calabaza, carne, calamares y poquísimo queso. Van a seguir bebiendo hasta la madrugada. Pueden hacerlo 12 hs seguidas sin inconveniente. Se visten todos mal. Muy mal. ¿Por qué se visten así de mal? Porque sí.
Ni bien llegás a Australia creés que las clases sociales no existen. Marx ha muerto. Todos ganan lo suficiente como para que el dinero no se constituya en un factor de diferenciación social. Claro que hay empleados y propietarios: pero ambos lucen (casi) igual. Mal. Lucen mal.
-Las clases sociales sí existen -me discute un director de cine neozelandés en la fiesta- pero las define el mar, cuanto más cerca del agua estás, más plata tenés.
Australia es una isla que está lejos. Rodeada de agua, como Cuba. Pero su “estar lejos” no tiene que ver solamente con su ubicación geopolítica sino también con su idea de sí misma: Australia es autosuficiente. Debe serlo porque está demasiado lejos de todo para necesitar mucho de alguien. Pero “estar lejos” puede ser una desgracia o una bendición. O las dos cosas. Sobretodo si estás lejos del imperialismo norteamericano. La desproporcionada por escasa cantidad de Starbucks o Mc Donald’s lo deja claro: A Estados Unidos no le interesa esta isla en términos culturales. Puede que le convenga comercialmente, pero no es material de conquista ideológica. Como Cuba.
Unos mexicanos que invitó mi amiga alemana están armando un porro y el neozelandés se sorprende.
-Acá nadie fuma porro, fumar porro es para los pobres- dice.
-Pero el MDMA es mucho más barato que la marihuana o la cocaína- contesto.
-Pero cocaína acá no se puede tomar, es de muy mala calidad, ¿probaste?
-Ni loca, prefiero la política a la cocaína.
El agua define todo: puertas afuera los aisla del imperialismo y puertas adentro adentro distingue clases sociales. Aquellos que viven más cerca del mar tienen más dinero y a medida que se van alejando van perdiendo poder adquisitivo. Hasta llegar al desierto, ese agujero negro del que nadie quiere hablar.
-No se puede vivir en el desierto, por eso toda la gente vive en las costas- dice un australiano de 25 años.
-Pero los aborígenes sí viven en el desierto- contesto.
-Pero ellos saben cómo hacerlo.
-Entonces sí se puede vivir ahí.
-Pero hace mucho calor.
El agua define todo: lo más lejos del mar es el desierto, donde vive la mayoría de las comunidades aborígenes. No se los aniquiló por completo con la conquista inglesa sino que se les sustrajo legalmente a sus hijos para integrarlos a las sociedades blancas, hasta 1976. En 2008 el gobierno pidió “disculpas” por el “robo” pero no se estableció ninguna política de reparación de la identidad comparable con la de los organismos estatales argentinos. Primerísimo mundo.
Dice Wikipedia: Las Generaciones Robadas es un término usado para describir a aquellos niños de aborígenes australianos que fueron secuestrados de sus familias por el Gobierno. Los secuestros ocurrieron entre los años 1869 y 1976 aproximadamente.
-¿Uds no conocen a ningún aborígen de la generación robada?- pregunto en la fiesta.
-No- contestan al unísono unos cuatro locales sub30.
-Pero si los robos fueron hasta 1970 muchos de ellos deben tener 40, 30 y pico, deberían conocer a alguno- indago.
-No.
Lejos es también lejos de la madre patria, que envió una flota llena de presos supernumerarios desde Londres y que el 26 de enero de 1778 llegó a Port Jackson, actual Sydney. De ahí la paradoja de la identidad nacional, festejar el “Australian Day” el día que llegó el colonizador, negar a los aborígenes, incitar a la inmigracion asiática, pero a la vez discriminarlos en el interior.
-Sydney y Melbourne no son Australia, Australia es el interior, el campo, ahí ves este país- dice Mark, el novio de mi amiga alemana, en la fiesta.
-Creo que podría necesitar un contacto en el campo por trabajo- contesto.
-Cuando quieras te paso el teléfono de mi tío que tiene una granja en Adelaide y está podrido de tener que contratar chinos, prefiere a los latinoamericanos que trabajan más.
¿Qué es este lugar? 20 millones de ciudadanos en un territorio que podría albergar más de 200, la gran mayoría primera o segunda generación de inmigrantes no anglosajones que vive en ciudades lejos del desierto y cerca del agua. Y aunque sea más caro, vivir en Melbourne, Brisbane o Sydney es vivir en el continente y no en el país. ¿Qué continente? Todos, basta ver la oferta gastrónomica de las grandes ciudades para recorrer Asia y Europa. ¿Qué país? El del interior, en el campo, lleno granjeros rubios y orgullosos al mejor estilo sur norteamericano.
La identidad aussie es entonces la no identidad, la sumatoria de todos los colores que indefectiblemente da blanco (o negro). Una metáfora general de la generación robada: poner lo negro en lo blanco hasta que se mimetice. Alejar lo negro del agua. Internarse en el mar. Y flotar.
Qué bueno vivir como esta gente
Abril 2016, La Perouse Beach, Sydney, NSW
Sydney tiene más playas que ninguna otra ciudad del primer mundo: arriba de veinte en un radio de 30 km del centro. La preferida por los surfers (Bondi), la familiar (Coogee), la bahía escondida (Gordon’s), la que tiene cemento en lugar de arena (Bronte), la del cubo rubick gigante (Maroobra), una más paqueta a la llegás con un ferry carísimo (Manly), otra más selvática (Cronulla), la nudista (La Perouse) y así.
Estoy mirando el mar y tomando mate con un par de amigos. Al lado nuestro aparece un oficinista, solo. Tiene traje, zapatos, un maletín. Se lo nota agotado del día de trabajo. Lo vemos desnudarse rapidamente, sacarse todo y caminar desnudo hacia el mar. Lo vemos flotar. Martes de abril en Sydney.
Según la linguística, en el lunfardo se esconde parte de la idiosincracia cultural de un pueblo y de palabras comunemente usadas por una comunidad y no por otra pueden extrapolarse algunas características subrepticias de su sensibilidad. De todas los modismos australianos, el que más llama la atención es el “de nada” después del “gracias”. En inglés británico se dice “don’t mention it”: no lo menciones. En inglés norteamericano “you’re welcome”, es decir una construcción poco literal pero igualmente amigable: “eres bienvenido”. En inglés australiano se usa “no worries”, o sea “no hay preocupaciones”. No es “don’t (you) worry”, que podría pensarse como un sensato “no te preocupes”, sino que está enunciado universalmente, no hacia quien dice “gracias” sino para todo el que quiera oirlo. Calculemos las ocasiones en las que decimos “de nada” por día y entonces las cantidad de veces que 20 millones de personas se dicen a sí mismas “no hay preocupaciones”.
¿Qué es una preocupación? ¿En qué residen la mayor parte de las preocupaciones de los seres humanos? Volvamos a la sabiduría popular: salud, dinero y amor (en ordenes aleatorios de acuerdo a la circunstancia).
Según estudios recientes, en Australia no ha habido una recesión en 25 años, es decir el nivel de consumo y producción no ha caído ni menguado ni se ha estancado en la baja por el tiempo que dura una generación. Semejante estabilidad macroeconómica se traduce en niveles muy altos de salarios, consumo y movilidad social. De ahí que todos tengan dinero: algunos más, otros menos, como siempre, pero TODOS tienen “suficiente” para sostener un nivel de vida digno. Al no ser un bien escaso, la plata no puede generar preocupaciones porque carece del valor que se le da en sociedades del tercer mundo, donde se usa como diferenciador social y como motor de la existencia pero que, al final, termina definiendo los conflictos a su alrededor.
Pero en todos los países hay gente con dinero. En Argentina hay mucha gente con mucho dinero. En ese sentido Australia se puede pensar como un “country” (barrio privado) gigante, típico de la zona norte del conurbano bonaerense.
Volvamos al idioma: Country en inglés puede querer decir “país” o “campo”. En el caso de los barrios privados argentinos, supone entonces una doble lógica aislacionista del resto del entramado urbano (un país dentro de un país) y además un contacto directo con la naturaleza (casi casi como vivir en el campo). ¿Por qué la gente vive en countries? Porque puede, primero. Porque aislarse de lo que la rodea le da sensación de protección y porque compra el concepto de mejor calidad de vida asociada al contacto con la naturaleza, que se convierte así en un lujo que no muchos pueden pagar en las ciudades superpobladas.
Pero en todos los países hay gente con dinero. En Argentina hay mucha gente con mucho dinero. En ese sentido Australia se puede pensar como un “country” (barrio privado) gigante, típico de la zona norte del conurbano bonaerense.
Volvamos al idioma: Country en inglés puede querer decir “país” o “campo”. En el caso de los barrios privados argentinos, supone entonces una doble lógica aislacionista del resto del entramado urbano (un país dentro de un país) y además un contacto directo con la naturaleza (casi casi como vivir en el campo). ¿Por qué la gente vive en countries? Porque puede, primero. Porque aislarse de lo que la rodea le da sensación de protección y porque compra el concepto de mejor calidad de vida asociada al contacto con la naturaleza, que se convierte así en un lujo que no muchos pueden pagar en las ciudades superpobladas.
Exactamente lo que pasa cuando el oficinista se desnuda a mi lado y camina hacia el océano. Esa naturaleza a la que accede es un lujo que en este caso él puede pagar porque es gratis. Igual que “el verde” de los countries, el mar simplemente esta ahí para que él se olvide de sus preocupaciones y lo disfrute.
¿Qué es una preocupación? ¿Se puede vivir sin ellas y disfrutar todo el tiempo? A priori uno diría que no, que el ser humano necesita de preocupaciones (sufrimiento, displacer) para que emerja su pulsión vital. Sin adversario no hay combate posible: sin una realidad preocupante de la que escapar no hay necesidad de imaginar un mundo mejor, creer, crear o al menos enojarse contra aquello que nos preocupa. Pero Australia, como otros países del primer mundo, tiene índices muy altos de suicidio, sobretodo en las franjas etáreas más jovenes. ¿Por qué querría morirse gente que no tiene preocupaciones? Porque no tiene la necesidad ni el deseo de modificar una realidad que ya es buena de por sí y “está dada”. Y sin deseo solo queda la muerte.
El “no hay preocupaciones” australiano resume también una cultura del hedonismo permanente que trae implícito un sentido particular del tiempo, asociado al clásico “carpe diem”. Una preocupación presupone una noción de futuro mejor en el que ese problema ya no existe y por ende un concepto de tiempo en el que el deseo empuja a conquistar el futuro. Para la gente preocupada, el presente (infeliz)no se disfruta y el pasado se utiliza como gasolina para avanzar hacia un lugar que se anhela como mejor (“yo me hice de abajo” way of life).
Por el contrario, el disfrute como prioridad y la ausencia de preocupaciones condiciona también el sentido del tiempo vital, poniendo al presente (feliz) por sobre el pasado (también feliz) y el futuro (que habrá de ser feliz por que sí con lo que no tiene sentido esforzarse para llegar allí). “Disfrutar siempre” es entonces un imperativo atemporal que asume que el placer no tiene nada que ver con pasarla mal (esfuerzo) para después pasarla bien con los frutos de ese esfuerzo, idea muy instalada en el sentido común latinoamericano, producto a la vez de la cultura inmigrante de nuestros antepasados.
¿Qué es una preocupación? ¿Se puede vivir sin ellas y disfrutar todo el tiempo? A priori uno diría que no, que el ser humano necesita de preocupaciones (sufrimiento, displacer) para que emerja su pulsión vital. Sin adversario no hay combate posible: sin una realidad preocupante de la que escapar no hay necesidad de imaginar un mundo mejor, creer, crear o al menos enojarse contra aquello que nos preocupa. Pero Australia, como otros países del primer mundo, tiene índices muy altos de suicidio, sobretodo en las franjas etáreas más jovenes. ¿Por qué querría morirse gente que no tiene preocupaciones? Porque no tiene la necesidad ni el deseo de modificar una realidad que ya es buena de por sí y “está dada”. Y sin deseo solo queda la muerte.
El “no hay preocupaciones” australiano resume también una cultura del hedonismo permanente que trae implícito un sentido particular del tiempo, asociado al clásico “carpe diem”. Una preocupación presupone una noción de futuro mejor en el que ese problema ya no existe y por ende un concepto de tiempo en el que el deseo empuja a conquistar el futuro. Para la gente preocupada, el presente (infeliz)no se disfruta y el pasado se utiliza como gasolina para avanzar hacia un lugar que se anhela como mejor (“yo me hice de abajo” way of life).
Por el contrario, el disfrute como prioridad y la ausencia de preocupaciones condiciona también el sentido del tiempo vital, poniendo al presente (feliz) por sobre el pasado (también feliz) y el futuro (que habrá de ser feliz por que sí con lo que no tiene sentido esforzarse para llegar allí). “Disfrutar siempre” es entonces un imperativo atemporal que asume que el placer no tiene nada que ver con pasarla mal (esfuerzo) para después pasarla bien con los frutos de ese esfuerzo, idea muy instalada en el sentido común latinoamericano, producto a la vez de la cultura inmigrante de nuestros antepasados.
El oficinista no rema, no nada, no va hacia ninguna parte. Flota.
Hay dos datos de la economía real que reflejan que la sociedad está volcada al consumo como sinónimo de disfrute pero que también valora su tiempo libre más que el dinero. La dinámica del pago semanal o quincenal de salarios y rentas acorta el ciclo económico y lo hace mucho más dinámico, movilizando liquidez monetarias todas las semanas en lugar de hacerlo al principio de mes. La idea de “llegar a fin de mes” se diluye completamente, cambiando de forma radical la organización micro económica pero también el valor del tiempo trabajado. Con respecto a eso, está legalmente estipulado (y se respeta a rajatabla) que las jornadas laborales de los sábados, domingos y feriados tienen que ser pagadas por encima del salario normal, lo que es un buen ejemplo de que el sacrificio de no tener tiempo de ocio debe ser recompensado. Dinero siempre hay. Siempre.
Procuparse por dinero bajo la fantasía de que cuando tengamos más seremos más felices puede ser la falacia fundamental del capitalismo pero es, en definitiva, aquello que lo ha hecho seguir funcionando por siglos. Una vez superado ese estadío, en el primer mundo sufrir por dinero deja de ser sexy y esa sexualidad se traslada al disfrute, en una desesperada búsqueda de placer asociado a “la experiencia”. De ahí la horda de sitios de esparcimiento pago (restaurantes, bares, cafés). Pero el “enjoy” perpetuo está también por fuera del dinero, cosa obvia dada la cantidad de espacios verdes y playas gratuitos para disfrutar de la naturaleza.
“No worries” o “Dinero hay” pueden ser entonces sinónimos de una estabilidad permanente que permite pensar en una vida sin tiempo, en la que el dinero no oficia como motor de la felicidad -como en todas las sociedades capitalistas- sino como algo que, de estar garantizado, deja de tener su valor erótico en términos de conquista, desafío o estímulo externo.
Por eso es martes en Sydney y sigo en la playa en lugar trabajar. Porque puedo. Porque vivo en un country gigante.
Pero mientras tomo mate noto que me preocupa que el oficinista haya dejado todas sus cosas a mi lado, no sé si tengo que cuidárselas, me preocupa que alguien se las robe. Claro, soy una negra del tercer mundo, pienso en la propiedad privada, me preocupo. Todavía no entendí que eso de sufrir es de pobres.
Magdalena Tempranísimo
Agosto 2016, Lane’s Edge, 39 Bourke St, Melbourne, Victoria
¿De qué se puede hablar con alguien que toma sidra de pera?
Sábado a la noche en Melbourne, estoy en un bar con dos compañeras de trabajo aussies que toman sidra de pera y no dejan de mirar el celular. Nota mental: la medida de la amistad es el tiempo que podés mantener una charla sin mirar el celular.
Tienen 21 y son rubias naturales. Quien te ha visto y quien te ve, estrella de la radiofonía argentina, haciendo chistes en inglés para que te los festejen dos rubiecitas del primer mundo. Se rien, las australianas que vinieron del sunny Queensland a la rainny Melbourne se rien de mi rutina “Cumpleaños, casamientos, fiestas de 15” y yo me quiero matar.
Pero es sábado. Hay que salir, beber, el rollo de siempre. Después de tomar 1 (una) sidra la más copada se va y me quedo con la más estúpida, entonces tengo que hacer todavía más y más chistes. Le digo que soy una “negra del tercer mundo” y me dice sorprendida que no sabía que Argentina quedaba “ahí” porque “no cursó geografía en el secundario”.
Y de pronto sucede: en la mesa de al lado dos hombres se besan.
Mi compañera los mira horrorizada. A mí me horroriza ella.
-Come on -atino a decir-it’s 2016.
Pero su actitud corporal es tal que los tipos que se besaban se dan cuenta que estaban siendo observados y juzgados. Sin embargo, como son viejos (y zorros), la ridiculizan, brindan por ella, con ella. En el medio de mi verguenza ajena, la sensibilidad australiana (always smile, always funny, always enjoy) toma cuerpo y hace que los tres empiecen a bromear.
Para ese punto me quiero morir, autodeportar o, aunque sea, tomar otra cerveza. Pero ella no quiere más sidra porque tiene que manejar así que se va y me deja sola, en un bar australiano, un sábado de agosto de 2016, con dos putos a quien acaba de ridiculizar. Fenómeno.
Vamos de nuevo, Magdalena Tempranísimo, ya sabés cómo se hace para hablar con desconocidos en los lugares públicos: inventás un problema sentimental y les pedís consejo. Nunca falla. Te funciona hace años en todos los bares de esa cloaca infecta que es Buenos Aires, ¿cómo no te va a funcionar acá?
-Perdón que interrumpa su cita pero me quede sola y tengo el corazón roto- arranco.
-No estamos en una cita- me dice el más canchero de los dos. Se llama Lee, tiene un jopo canoso y una remera cool. El otro ostenta una camisa muy estampada y un chalequito abotonado al estilo Ante Garmaz. Chalequito está definitivamente más ebrio. Toman champagne.
-Somos amigos- dice Chalequito.
-Amigos que se besan- señalo.
-Hace dos años que lo vengo persiguiendo- dice Lee -pero no se quería dar cuenta.
Chalequito hace ojitos, como diciendo “I’m so hard to get”.
Hay algo muy extraño en esta pareja: a los cinco minutos se ve que Lee (El Perseguidor) es mucho más sexy, pasional y entusiasta que Chalequito. ¿Cómo es que este brígido se le hizo el difícil?
-¿Persiguiendo cómo?- indago.
-Le dí todas las señales, miradas, comentarios, hasta lo tocaba y nada- dice Lee.
Chalequito sigue mirándome con expresión de “puta más cara de la que podés pagar” en formato señor australiano de 36 años.
-Lo entiendo -juego a abogado del diablo- puede ser confuso para un amigo darse cuenta que le gustás más que como amigo.
El Perseguidor me mira con cara de póker y contesta:
-Su excusa es que no vivo en Australia, porque hace siete años que trabajo en Alemania.
-Pero estás acá ahora- digo.
-Porque quisiera volver, pero sólo volvería por amor- dice Lee mientras mira a Chalequito y se levanta para ir al baño.
Trato de dominar la tensión que se generó por la partida de El Perseguidor con semejante parlamento de cierre. Un eco en el bullicio del bar en pleno centro suena como un viejo tango, en una ciudad que tiene mucho, mucho tango.
-No estamos en una cita- me dice el más canchero de los dos. Se llama Lee, tiene un jopo canoso y una remera cool. El otro ostenta una camisa muy estampada y un chalequito abotonado al estilo Ante Garmaz. Chalequito está definitivamente más ebrio. Toman champagne.
-Somos amigos- dice Chalequito.
-Amigos que se besan- señalo.
-Hace dos años que lo vengo persiguiendo- dice Lee -pero no se quería dar cuenta.
Chalequito hace ojitos, como diciendo “I’m so hard to get”.
Hay algo muy extraño en esta pareja: a los cinco minutos se ve que Lee (El Perseguidor) es mucho más sexy, pasional y entusiasta que Chalequito. ¿Cómo es que este brígido se le hizo el difícil?
-¿Persiguiendo cómo?- indago.
-Le dí todas las señales, miradas, comentarios, hasta lo tocaba y nada- dice Lee.
Chalequito sigue mirándome con expresión de “puta más cara de la que podés pagar” en formato señor australiano de 36 años.
-Lo entiendo -juego a abogado del diablo- puede ser confuso para un amigo darse cuenta que le gustás más que como amigo.
El Perseguidor me mira con cara de póker y contesta:
-Su excusa es que no vivo en Australia, porque hace siete años que trabajo en Alemania.
-Pero estás acá ahora- digo.
-Porque quisiera volver, pero sólo volvería por amor- dice Lee mientras mira a Chalequito y se levanta para ir al baño.
Trato de dominar la tensión que se generó por la partida de El Perseguidor con semejante parlamento de cierre. Un eco en el bullicio del bar en pleno centro suena como un viejo tango, en una ciudad que tiene mucho, mucho tango.
“Sólo volvería por amor”
“Sólo volvería por amor”
“Sólo volvería por amor”
“Sólo volvería por amor”
“Sólo volvería por amor”
-Yo no lo amo- me dice confiado Chalequito ante la ausencia de Lee y sin que nadie se lo pregunte- por eso no me quiero acostar con él.
Dos años dando vueltas y todavía no cogieron. Qué mal me educó el ambiente gay porteño que no concibo que dos putos no pongan el sexo ante el resto de las cosas. Pero aquí un señor de 36 años puede postergarlo porque no hay amor involucrado. Y porque estamos en Australia, el sexo no está primero. Primero está el alcohol, después el dinero y finalmente y allá lejos, el sexo.
-¿Todavía no estuvieron juntos?- pregunto tratando de disimular mi sorpresa.
-No y no quiero, porque no lo amo, aunque es una gran persona.
Siento pena por El Perseguidor, porque todo ese deseo abruma a Chalequito, que (¿como buen australiano?) no sabe o no puede desear. El propio status quo de su país le ha extirpado lo mejor que tenemos los tercermundistas: la fantasía de que se puede estar mejor. O en otro país, o con otro presidente u otro trabajo u otra pareja, pero mejor. Los aussies, al poder satisfacer sus deseos de consumo (de felicidad) con tanta velocidad, pierden su propia capacidad de desear y se mueren en la abulia. Porque el espacio de tiempo que hay entre el deseo y la concreción del mismo es el que tenemos que recorrer los pobres y nos mueve, aunque no sea a un lugar mejor, hacia algún lugar. Ese movimiento es el que sirve para diferenciar australianos: aquellos que salen (como Lee) de la burbuja placentera y cómoda a enfrentar los peligros del mundo real empiezan a dejar de lado la apatía y a conectarse con el deseo, con la voluntad, con el entusiasmo.
Se turnan para ir al baño. Ahora me quedo sola con Lee, que me pregunta:
-¿Vos qué opinás? ¿Lo lograré conquistar?
Tendría que decirle que el deseo del otro nunca alcanza, que el amor es una construcción, un diálogo, una discusión, pero nunca un monólogo y muchísimo menos nunca un monólogo en modo imperativo. Debería decirle que, mal que nos pese, el deseo no mueve montañas sino que nos mueve a nosotros hasta esas montañas que simplemente están ahí y seguirán siendo montañas estemos ahí para verlas o no.
-Que hay gente que no desea-contesto tratando de ser lo más filosófica y críptica que puedo mientras sigue sonando en mi cabeza el “no lo amo” que me confesó Chalequito- y no va a desear porque otros deseen mucho.
Lee me mira como si hubiera escuchado algo muy importante y se queda contemplando su vaso en silencio. Es curioso cómo se generó una complicidad entre nosotros que jamás hubiera siquiera delirado que se pudiera construir con mis compañeras de trabajo. Como si el espíritu de Fernando Peña -puto, conversador, rey y señor absoluto del desparpajo y el entusiasmo- hubiera venido a visitarme a Australia. La radio, siempre la radio.
-¿Vos a qué te dedicás? - rompe el silencio Lee.
-Soy la chica del room service en un hotel cinco estrellas.
-Pero ¿qué hacías en tu país?
-Era docente, pero ya no más.
Fueron palabras mágicas: las dos que sí escuchó como las cuatro que no. Su cara se transformó de una manera inexplicable y se iluminó por completo. Empezó a gritar descontroladamente:
-¡¡¡No lo puedo creer! ¡¡¡No lo puedo creer!! ¡¡¡Necesito una docente de español para noviembre!! ¡¡¡Renunció mi profesor del Instituto en Frankfurt!! ¡¡¡Quiero que vengas vos!!!!
Y así sucedió: lo inesperado. Lo mágico de viajar, la ventana que se abre en tu cerebro hacia las miles de posibilidades que están siempre ahí, en ese abismo de la improbabilidad, de todo lo que no es, pero podría ser. El inédito viable.
-¿Qué?- trato de entender algo en el maremoto de entusiasmo que lo embriaga y ni siquiera puede mosquearme -¿y la visa?
-Te la consigo- me dice el Perseguidor y vuelve a pecar de entusiasta, de manija, de irredimible voluntarista -mandame ya mismo tu CV, en noviembre estás trabajando de profesora en Frankfurt.
-No sé hablar alemán.
-No importa, yo tampoco.
-Nunca di clases de español.
-No importa, yo te entreno.
-No sé si quiero vivir en Alemania.
-No importa, venís solo una temporada.
-No sé si quiero volver a dar clases.
-Mandame ya mismo tu CV, en noviembre estás trabajando de profesora en Frankfurt.
-Te la consigo- me dice el Perseguidor y vuelve a pecar de entusiasta, de manija, de irredimible voluntarista -mandame ya mismo tu CV, en noviembre estás trabajando de profesora en Frankfurt.
-No sé hablar alemán.
-No importa, yo tampoco.
-Nunca di clases de español.
-No importa, yo te entreno.
-No sé si quiero vivir en Alemania.
-No importa, venís solo una temporada.
-No sé si quiero volver a dar clases.
-Mandame ya mismo tu CV, en noviembre estás trabajando de profesora en Frankfurt.
Mi carcajada hizo que varios a nuestro alrededor se dieran vuelta para mirarme. Lógico, nadie se ríe mucho en Australia, mucho menos una mujer.
Anotaba el correo del Perseguidor convencida de que no iba a mandarle mi CV porque no quería vivir en el primer mundo ni educar gente ni ganar en Euros, entonces me sentí muy identificada con Chalequito, que miraba la situación con displicencia australiana y bebía champagne. Observándolos en sus universos paralelos de apatía y de entusiasmo, quedaba clara la diferencia entre el deseo genuino, el impuesto por otro y sobre todo la futilidad de tratar de entusiasmar a alguien con algo que no desea. Sin embargo, lo que más me abrumó fue darme cuenta de que había conseguido trabajo calificado en una de las ciudades con mejor calidad de vida del mundo solo por ser una negra del conurbano bonaerense que sabe hablarle a extraños. La radio, siempre la radio.
Mientras tanto, el Perseguidor está comiéndole la boca a su presa otra vez. Chalequito se deja besar. Surfea la ola. Nunca se internará en el mar. Nunca nadará las profundidades de lo desconocido. No tiene un para qué, no tiene un lugar mejor a donde ir, al que se llega teniendo al mar como un medio y no como fin. Dejará que las olas lo arrastren con su movimiento mientras flota. Flotará, como toda clase alta (local, regional o mundial) esperando que llegue la ola, sin moverse demasiado, hasta que pueda surfearla y “disfrutarla” de forma superficial. Pero cuando lo mejor del mar es la espuma y la única excitación posible es pararse sobre ella hasta que se apague, el placer del océano pasa a ser lo inmediato y así se convierte en un fin en sí mismo: el disfrute permanente como filosofía de vida sin la mas mínima motivación hacia adelante. La abulia australiana es la personificación más pura del “niño rico con tristeza”, mientras que los pobres sí o sí tenemos que nadar para no ahogarnos. No podemos darnos el lujo de flotar.
-Nos vamos a coger -me dicen al unísono mientras se paran y toman sus abrigos de las sillas.
Me alegro sinceramente, sonrío.
-¡¡Muy bien!! Ese chalequito pide a gritos que lo desabrochen- los saludo.
Al rato pido la cuenta, convencida de que mis días en Australia están contados. Ya he flotado suficiente.